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La monarquía es eso, precisamente

Ruth Toledano

La Casa Real se mostró “sorprendida” por la imputación de la infanta Cristina. Esa reacción se puede interpretar como puro cinismo: a estas alturas, cómo va a colar que les pille por sorpresa algo que no había sucedido antes justo por tratarse de un miembro de esa familia, algo que ya le habría sucedido hace tiempo a cualquiera que no disponga de sus privilegios (sin ir más lejos, a Ana María Tejeiro, esposa de Diego Torres). Sin embargo, creo que se trató de un sentimiento sincero, esa sorpresa: en una cabeza acostumbrada a la corona, no cabe una posibilidad semejante. Estoy convencida de que ni los padres ni los hijos ni los yernos ni la nuera imaginaron jamás que algo así podría sucederles. A ellos, no. Porque eso, precisamente, es la monarquía.

Pero la impunidad de la que, por ley, goza el Rey y, de facto, ha gozado hasta ahora su parentela es, precisamente, el origen de todos sus males actuales (y, por descontado, de muchos de los nuestros). Una impunidad que han mamado, en la que les han educado, que consideran (consideraban, supongo) indiscutible. De ella, de esa impunidad, de esa superioridad, de ese status que se vuelve ADN psicológico, proceden los delitos que ha cometido el yerno Urdangarín. Como quienes somos republicanos por principio político sabemos que el despotismo y los excesos son consustanciales a la monarquía, pensamos que al yerno se le fue la mano, que si hubiera sido más discreto en sus abusos de poder no habría caído en la red de la Justicia y, con él, quizás (ojalá no desaprovechemos la oportunidad que nos brinda la Historia), la caduca institución monárquica. Pero no se trata solo de un error de cálculo plebeyo: hay un juez gracias al que se instruye esta causa, que se llama José Castro y ha sido extraordinariamente valiente, que se ha atrevido a plantar cara a quienes, en otros tiempos, ordenarían que su cuerpo apareciera flotando en cualquier río. Las presiones que ha debido de recibir este hombre son inimaginables y su resistencia nos hace pensar que ya es posible un sistema más justo y verdaderamente democrático, acorde con nuestros tiempos. La existencia del juez Castro es reflejo de una sociedad que ya no admite tanto atropello clasista.

Por supuesto, detrás del yerno estaba la hija, Cristina de Borbón, cuya avaricia sí resulta sorprendente de veras. Una persona que lo tiene todo (viviendas lujosas, privilegios sociales, deportes caros, un puesto de trabajo cuando lo ha querido y dinero más que suficiente para llevar una vida tranquila y sin la más misma necesidad) y quiere más. Como si después de todo hubiera más. Por qué no se conformó es sorprendente de veras. Pero es que ella estaba acostumbrada a eso: a ser intocable, a ser reverenciada hiciera lo que hiciera, a la impunidad de su familia. Estaba acostumbrada a que su madre sea un florero y su padre, un tarambana, un campechano que se ríe, se sirve (le sirven) otra copa y se larga a ligar con falsas princesas y a pegar tiros a animales más bellos, dignos e inocentes que él, aunque también viejos, impedidos y preñadas. Cristina de Borbón estaba acostumbrada a ver a su padre rodeado de empresarios turbios, de políticos corruptos y de otros reyes y príncipes tiranos, ladrones y asesinos. Estaba acostumbrada a esas amistades, a esas relaciones. Acostumbrada a la idea de que tu padre puede hacer lo que dé la gana sin consecuencia alguna, incluso matar (mató a un hermano y no pasó nada, y eso que aún no estaba en España ni era rey). Y es que precisamente eso, esa costumbre perversa, es la monarquía.

Amigos íntimos de Juan Carlos de Borbón han sido Javier de la Rosa, Manuel Prado y Colón de Carvajal, Mario Conde, Alberto Alcocer y Alberto Cortina: todos han sido condenados, y hasta encarcelados, por delitos de apropiación indebida, falsificación de documentos mercantiles y estafa. Todos tenían negocios con el Rey, a quien, por supuesto nunca se investigó porque es impune. Ruiz Mateos le acusó de haber recibido miles millones de muchos empresarios, tanto españoles como extranjeros, que se ganaban así su favor, es decir, su influencia para recibir suculentas contratas, para alcanzar contactos VIP, para entrar en su círculo de corrupción. Ni siquiera era cierto que Juan Carlos hubiera llegado al trono con una mano delante y otra detrás, como demuestran las cuentas que su padre dejó en Suiza. Ya era raro que fueran pobres, dada la vida que se pegaban, pero esa fue la leyenda que se hizo circular, mucho más conveniente a la imagen familiar y a la forja del mito sobre el futuro Rey. Tanta mentira, precisamente, es consustancial a la monarquía.

Hay quien aún asegura que el Rey ha sido garante de la democracia y que lo demostró su actuación durante el intento de golpe de Estado del 23F, pero eso está también por ver. Son muchas las voces, en su mayoría silenciadas o despreciadas, que sostienen otra versión. Dada tanta mentira, no hay razón alguna para creer la historia tal como nos la han contado y, si se llegara a tirar del hilo del que se debe tirar, es muy posible que muchas casas españolas se mostraran sorprendidas con la relación del Rey y los golpistas. La hábil elección de Miquel Roca, uno de los padres de la Constitución, como defensor de la infanta Cristina no es otra cosa que un intento más de identificar al Rey con el proceso democrático. Roca no viene a defender a la infanta sino a la institución. Pero es que es la propia Constitución, que establece la monarquía como Jefatura del Estado y proclama y ata la impunidad del Rey, la que, a la vista de tanta regia porquería, ha quedado en entredicho y ha de ser modificada para salir de este escandaloso callejón al que nos abocaron la herencia de Franco y los pactos de la Transición.

Porque la monarquía es una institución esencialmente antidemocrática. Y no sabemos ni la mitad de la mitad de lo que han hecho, amparados por sus privilegios. Todo ha empezado con los delitos de Urdangarín, un yerno plebeyo. Pero detrás estaba la infanta Cristina. Y detrás, seguramente, esté el resto de la familia. Y al final del hilo, el Rey. Porque la monarquía es eso, precisamente eso, la impunidad de sus delitos.

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