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Su reino no es de este siglo

Felipe VI durante su discurso de Navidad 2018

Rosa María Artal

Cada vez que se cumple otro año de razón, resulta más anacrónica la figura de un jefe del Estado instituido como rey. El discurso navideño de Felipe VI lo demostró de nuevo. Algunos de sus homólogos también difunden mensajes en estas fechas. La reina Isabel II de Inglaterra ha hablado de respeto y comprensión; de fe, familia y amistad. El presidente, electo, de la República Federal de Alemania se dirige a los ciudadanos y defiende “el diálogo y la tolerancia” frente al “ruido” de las redes sociales –ya ven– y la polarización política que se vive en otros países.

En la Corona española, como en otras, partimos de que la figura que encarna la dinastía reina pero no gobierna, según la Constitución. No gobierna, salvo cuando sí mantiene una postura decididamente política como ocurriera el 3 de octubre de 2017 sobre Catalunya. Felipe de Borbón ostenta la representación del Estado, lo habitual en su cargo. El discurso navideño es su actuación más significativa.

Como impresión personal y desde el punto de vista puramente racional, me cuesta entender a qué viene ese conjunto de consejos. En particular, las recomendaciones impregnadas de un marcado paternalismo. Y partiendo de obviedades en el diagnóstico, de un alto grado de dulcificación de los problemas y de exagerada confianza en las soluciones.

Es cierto que el rey intentó mostrarse más cercano. Siete veces nombró la palabra “convivencia”. Apeló a los acuerdos entre políticos “por muy distanciadas que estén sus ideas”. Como llamada a repetir el consenso de una Transición basada en una versión de la historia que no es la de todos. “La reconciliación y la concordia; el diálogo y el entendimiento; la integración y la solidaridad”, suenan desmesuradas para una España que dejo completamente impune el franquismo y con él sus perversiones más dañinas como la corrupción y la tendencia al autoritarismo. Fue un paso adelante, pero no ese cúmulo de armonía ejemplar.

El grueso del discurso fue para ganarse a los jóvenes, en tarea tan marcada como previsiblemente improductiva. “Os tenemos que ayudar: a que podáis construir un proyecto de vida personal y profesional, con un trabajo y un salario dignos, a tener un lugar adecuado donde vivir y, si así lo queréis, a formar una familia y poder conciliar con la vida laboral. Como idea, deseable y poco novedosa. Pero ¿cómo? ¿Cómo, en las circunstancias que vivimos bajo la tiranía del lucro por encima de todo?

Ni siquiera hace falta entrar en el recurso fácil de recordar presupuesto y patrimonio de la institución monárquica. Y preguntarse cuál sería, dado el compromiso de colaboración, su aportación directa para ayudar con efectividad a los jóvenes. ¿De qué hablamos? ¿De medidas de promoción y mejoras que llevarían a cabo los gobiernos a su propuesta? Suena difuso, intangible y hasta fuera del cargo. Aunque sí refuerza ese paternalismo de las buenas palabras sin recorrido.

Y luego está la Corte y dentro de ella el importante bastión de la prensa palaciega que escenifica una ceremonia de la irrealidad. Leerles y oírles tras el discurso produce en algunos casos vergüenza ajena. Ese crecimiento para convertirse en una figura senatorial (por las canas), ese alborozarse por conclusiones como que “la convivencia es frágil” resaltada por la mayoría. Pues sí, no hay más que ver la vida pública y las calles.

La tradición manda que los discursos de la monarquía española sean interpretados al estilo de los oráculos de Delfos en la antigua Grecia. Intuyendo y recreando los mensajes ocultos. Es cierto que de un año largo a esta parte las palabras de Felipe VI son claras. Lo que toca entonces a los cronistas es desbordarse en alabanzas. Y agarrarse a descifrar los “guiños” de la escenografía.

Un discurso real con consejos. Que suscitan preguntas. Sabemos, por supuesto, que “es muy difícil encontrar trabajo sin una adecuada formación”. Y las jefaturas de Estado por herencia de sangre no son precisamente un ejemplo. Luego están las trayectorias de la familia. El cuñado Urdangarín, la hermana Cristina y, sin duda, el padre y rey Juan Carlos. El que, como él, está protegido por la inviolabilidad, en una figura por completo anacrónica y, sobre todo, injusta. O las tensiones en el matrimonio real de las que habla la prensa alemana y los mentideros españoles. Convendría aclarar en cuanto exceda, si fuera el caso, el ámbito de una relación conyugal. Tener a un comisario encarcelado y encausado por la elaboración de grabaciones como método de presión y el sembrado de rumores al respecto chirría con el retrato oficial.

La Corte manda mucho. Monárquicos sobrevenidos desde presuntos republicanismos que piensan -y así lo dicen- que los españoles no estamos preparados para un jefe de Estado electo. Ahondando en el problema, imaginen los discursos del rey supervisados por un Gobierno de Pablo Casado o Albert Rivera con sus soflamas incendiarias de arenga en las barricadas. En equipo con sus lugartenientes más destacados: el lanzador de huesos de aceituna y tuits sonrojantes con billetes de lotería, la jefa de la oposición en Catalunya que se comunica por cartelitos y banderas que saca del bolso prestidigitador o señalados bocazas de solera como Girauta y Hernando. Aunque, la verdad, tampoco el discurso actual, más templado, pasará a la historia.

Sin referéndum sobre la monarquía a la vista, se vive lo que toca por la misma regla de tres racional. En los preocupantes tiempos que corren para cualquier progresista, para cualquier demócrata, sería un consuelo simplemente que el jefe del Estado llamara con contundencia a defender la democracia y la libertad. De este siglo. De estas amenazas.

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