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Y, de repente, todos parecen tan amigos

Mariano Rajoy recibe a Pedro Sánchez en la Moncloa.

Carlos Elordi

De un día para otro, sin preaviso, el ambiente político se ha pacificado. Mariano Rajoy y Pedro Sánchez salen de La Moncloa diciendo que en su reunión ha habido coincidencias sustanciales, cuando menos en el asunto catalán. Los socialistas ya no echan pestes de los de Podemos y aseguran que en el futuro es posible entenderse con ellos. Podemos abunda en esa hipótesis y no deja de moderar al máximo sus críticas al PSOE. Y Ciudadanos acuerda supuestas rebajas fiscales al Gobierno. Sólo la tensión con el independentismo catalán impide concluir que esto parece Suiza. Pero Cataluña está cada vez más lejos de España. Y de las inquietudes de los españoles, como acaba de indicar el CIS.

¿Qué ha ocurrido para que en pocas semanas haya cambiado tanto la escena? Nada, absolutamente nada relevante. Sólo que las direcciones de unos y otros partidos han decidido que mostrar su cara más amable con los demás es lo que les conviene en estos momentos. Sabiendo, además, que los medios van a seguir ese juego sin hacer mayores profundizaciones ni pedir explicaciones. Entre otras cosas porque, a falta de nuevos escándalos de corrupción, pueden llenar sus aperturas con las declaraciones benevolentes de este o del otro líder.

A Mariano Rajoy le viene muy bien que Pedro Sánchez acuda a La Moncloa porque con la excusa de su entendimiento frente a los independentistas catalanes puede mostrar al mundo que no está tan sólo, como dice el reparto de los escaños en el Parlamento. A Pedro Sánchez, aún en una fase muy primigenia de su vuelta al poder en el PSOE, le interesa mucho que le atribuyan de hecho, y sin que nadie proteste, la condición de líder de la oposición. Y ante eso prefiere sonreír que hablar de corrupción y de plurinacionalidad, una ocurrencia que, además, tampoco gusta mucho en variados ambientes socialistas, críticos y amigos.

El aparente buen rollo del líder socialista con Podemos no es simplemente oportunista. Cuando, hace un año y medio, trató de ser presidente del gobierno exploró la vía de un entendimiento con el partido de Pablo Iglesias. No supo articular esa iniciativa, pensó erróneamente que callaría a los barones que se oponían a ese pacto escorándose hacia Ciudadanos y eso alejó a Podemos de un posible acuerdo. Pero ahora no tiene más remedio que reverdecer la idea. Porque a menos que quiera coaligarse con el PP, un pacto de izquierdas es condición sine qua non para gobernar. Y Sánchez necesita proclamar que él quiere gobernar. Esa es la clave de bóveda de su propuesta. A la que día a día intenta dar forma, no sin contradicciones.

Además, asegurando que no es un enemigo irreconciliable de Podemos, como decía hace un tiempo, y mostrándose de acuerdo con alguno de sus postulados, recupera algo de la imagen de izquierdas que ha perdido el PSOE. Y eso es fundamental para ganar votos. O, mejor dicho, para quitárselos al partido de Pablo Iglesias. De manera amable, sin estridencias. Aunque ese planteamiento tiene un límite: el de que no termine alejando a los electores moderados, de centro dicen algunos, que constituyen una parte sustancial del voto socialista.

No es fácil encontrar el camino justo entre necesidades tan dispares. Sobre todo cuando la sociedad ha cambiado tanto y los modelos de los éxitos de otras épocas ya no sirven. La mayoría de los partidos socialistas europeos han fracasado en ese intento. Algunos estrepitosamente. Sánchez se la juega en cada uno de sus movimientos.

Pero ahora llega el verano y hasta septiembre no tiene por qué inquietarse. El supuesto entendimiento con Pablo Iglesias para lanzar iniciativas parlamentarias conjuntas que tantos quebraderos de cabeza pueden producirle queda aparcado hasta septiembre. Sobre todo cuando parece que Podemos ha decidido que el momento es de espera, que lo que le conviene ahora es decir que confía en que el PSOE haya cambiado de verdad, para lanzarse de nuevo contra él el día en que se demuestre palpablemente que eso no es cierto.

No es mala táctica si se cree que Sánchez está hablando por boca de ganso y que las viejas inercias socialistas terminarán por volver a imponerse. Pero tampoco es del todo seguro que el líder socialista no conseguirá arbitrar una vía intermedia, que combine elementos de izquierda o marcadamente anti-PP, que hoy por hoy viene a ser lo mismo, con guiños al electorado de centro que disputa con Ciudadanos.

Habrá tiempo para saber cómo termina la película. Porque lo que está claro es que el panorama político no va a variar sustancialmente en un horizonte de por lo menos un año. Y puede que hasta de dos. Para eso está el techo de gasto para 2018 que propone el PP y que todo indica que será aprobado, sin los votos socialistas.

Únicamente la crisis catalana podría modificar ese designio. No sólo si tras el 1 de octubre, enseguida o más adelante, cuando el Gobierno de Madrid y los tribunales se dediquen a dar toda la caña posible a quienes hayan propiciado el referéndum, una parte del independentismo pase a mayores y decida acabar con los modos pacíficos que hasta ahora utilizado. Sino también cuando llegue la hora de negociar y se compruebe que el Gobierno español no tiene nada que ofrecer ni quiere ofrecer nada para reconducir la situación. ¿Seguirán permaneciendo impasibles los que hoy dejan hacer a Rajoy en esta materia? ¿Qué harán quienes hoy piden reformas de calado para afrontar la cuestión catalana pero están en contra del referéndum?

Habrá que esperar para verlo. Mientras tanto, Rajoy tiene la mano. El CIS concluía esta semana que la crisis catalana sólo figura en el trigésimo lugar de las preocupaciones prioritarias de los españoles. ¿Porque creen que no va a pasar nada o porque les da igual lo que pase, incluso que los catalanes se independicen? En contradicción abierta con ese dato, el Gobierno y sus corifeos mediáticos no hablan más que de Cataluña, de lo espantoso que es Puigdemont, y callan sobre todo lo demás. La corrupción empieza a ser sólo un asunto de las hemerotecas. Y la declaración de Rajoy ante la Audiencia Nacional –que en cualquier país normal solo se produciría después de que el presidente del Gobierno hubiera dimitido– tiene cada vez más trazas de que será sólo un episodio de la crónica del día.

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