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Nacionalismo, merchandising y redes sociales en Cataluña

Miles de personas en el Paseo de Gracia durante la Diada

Jordi Corominas i Julián

A las diez de la mañana del 10 de agosto de 1910 André Gide quiso almorzar algo rápido en una posada rural. Paró en Mérens, un pueblucho de los Pirineos, justo antes de retomar su marcha hacia la Seu d’Urgell. El mesonero no dejó de abanicarlo ni un momento con un enorme plumero espantamoscas compuesto por banderolas multicolores.

El buen hombre atizaba a los insectos con el mismo objeto que usaba para aliviar el calor a sus comensales. Sin embargo, lo interesante de la anécdota es lo polícromo del artefacto. En ese lugar no les importaba nada la cuestión nacional. Ojo, alguien puede esgrimir, nunca lo sabremos, que esas banderolas eran de fiesta de pueblo, decoración del baile central en la plaza, maquillaje del vacío en un lugar diminuto que una vez al año exhibía sus mejores galas para mayor satisfacción de sus habitantes. No me chafen la introducción. Las imagino de múltiples países hermanados en su misión de cargarse esos bichos odiosos de la estación estival.

Para ese señor los símbolos no tenían la menor importancia. Iba a lo práctico y prescindía de migrañas políticas. Le preocupaba su negocio y sabía muy bien la importancia de contentar al cliente desde la discreción y el buen hacer.

En los últimos años se ha desatado un furor exhibicionista que es patético en sus dimensiones. Hasta hace bien poco, por ejemplo, el duelo era una cuestión privada. Hoy en día es bien normal ver cómo una persona notifica la muerte de un ser querido en las redes sociales. En pocos instantes su muro se llena de condolencias y lamentaciones. De este modo los famosos me gusta banalizan la muerte y la convierten en un elemento más de un tablero efímero. Los sentimientos pierden comba, se reformulan las señas de identidad y el elemento privado se arrincona para privilegiar la eterna performance del siglo XXI, individual y colectiva.

Aquí, ya tardábamos, irrumpen los nacionalismos. Desde 1945 el Capitalismo ha evolucionado mediante una envidiable lógica interna. Primero, puso al alcance de las amas de casa los electrodomésticos, geniales porque duraban mucho hasta que llegó la obsolescencia programada una vez todo el mundo los hubo adquirido. El proceso fue largo y permitió pasar a la siguiente fase, cuando el mercado ya pudo, algo visible desde los años cincuenta en Estados Unidos, ofrecer al consumidor productos individualizados en función de sus gustos y aficiones. En la cultura popular, de la música al fútbol, se generó un inédito e inmenso merchandising que en la actualidad sigue siendo un motor económico vital.

Tras la caída del Muro de Berlín llegó la globalización, las compras por Internet y la crisis económica, con su desesperada carrera por encontrar fórmulas que proporcionen dinero fácil, contante y sonante. En Cataluña, las dos performances colectivas de la Diada hicieron pensar que existen muchos ciudadanos dispuestos a invertir en merchandising nacionalista, y por eso han surgido como setas tiendas con productos de la tierra que van desde camisetas infantiles hasta las míticas, por horteras, bambas con la estelada que pueden complementarse con juegos de mesa, relojes independentistas, muñecos heroicos, sandalias, vino, bisutería, adhesivos, llaveros, tazas, menaje del hogar, fundas para móviles, monederos, tirantes y hasta chapitas que muchos adolescentes lucen en sus mochilas, como si así tuvieran un perfil más definido desde la ignorancia propia de su edad donde es fácil que una idea cuaje y se instale como verdad universal. Nunca me gustaron las identificaciones ni las fronteras.

A mi toda compra me parece muy respetable porque cada individuo es libre de hacer lo que le dé la gana con su dinero. Ahora bien, creo que la oferta se ha desbordado hasta extremos que flirtean con lo ridículo. Si vamos de mínimos a máximos compadeceremos a los chinos que venden señeras en vez de esteladas y ratificaremos que el Fútbol Club Barcelona, equipo global que desde el oportunismo se suma a la tendencia popular, vendió una segunda equipación cuatribarrada de gran éxito porque muchos seguidores de la institución la compraron para lucirla en la Vía Catalana y por las calles de sus localidades para aupar el mal gusto a niveles estratosféricos. En ocasiones una simple prenda deportiva puede resumir un conjunto de sucesos.

El merchandising nacionalista, sin que importe su origen, es kitsch se mire por donde se mire. Recuerdo cómo hace años muchos catalanes decían que llevar un polo con la bandera española era fascista. No sé si una persona con esos colores es seguidora de esa ideología, sólo puedo opinar que desde mi punto de vista ostentar emblemas es medieval y desprecia la libertad del individuo, anulado por la marea y una retahíla de doctrinas que sólo agriarán su carácter porque su imaginario se llenará de enemigos que, en realidad, no le desean ningún mal.

La escenografía es clave en el asunto. En el siglo XIX los conjurados planificaban sus operaciones en secreto y se rebelaban para tumbar lo imperante con contundencia. Aquí se prepara todo con transparencia, otra de las grandes palabras del decenio, y se cita al auditorio, tot el món ens mira, en una fecha concreta donde se muestra músculo y mucha mercadotecnia que una cromáticamente la protesta, siempre pacífica para diferenciarse de los malos de la película que para los medios oficiales son purria pura y dura, excluidos del relato porque si se vende un producto hay que acumular muchos consumidores dispuestos a secundar el maniqueísmo comercial. Los que no acaten la prédica son, simple y llanamente, parias.

La performance, inofensiva porque se quiere naif desde un catolicismo encubierto, sirve para llenar de contenidos tanto la calle como la prensa. En el primer caso nadie se sorprenderá si menciono las banderas que llenan balcones y domicilios. Estas enseñas van desgastándose porque la cuestión soberanista ya ha entrado en la normalidad del paso de los años, es un elemento más del paisaje. En los pueblos estos lábaros ondean colgados de un mástil al estilo de las películas americanas. Hace justo una década Roberto Saviano me contó que los mafiosos napolitanos cada vez imitan más y más lo que ven en la gran pantalla. Los chicos de la Camorra quieren ser Al Pacino en Scarface. Los catalanes, donde desde Macià el concepto de clase media goza de una apabullante buena reputación, quieren emular a los estadounidenses, como si sus casas fueran depósitos patrióticos, baluarte de las esencias amenazadas por fuerzas invisibles que nunca llegan, como en El desierto de los tártaros de Dino Buzzati.

En la tragedia griega el coro presenta el contexto y resume las situaciones para ayudar al público a seguir los sucesos. Del teatro hemos pasado al cine y quien explica la película es Artur Mas, adecuándola a sus necesidades. Hace pocos días respondió durante dos horas a las preguntas de los periodistas y dijo que el pueblo debe ser fuerte psicológicamente ante todo lo que lloverá en relación con el caso Pujol, ese asunto privado que no salía en las redes sociales.

La alusión al pueblo muestra cómo la moto que se quiere vender está impregnada de un lenguaje desfasado propio del Romanticismo. En un mundo donde, salvo en Suiza, están de más delimitaciones territoriales el concepto huele a marchito porque comunidad le ha ganado la partida, pero claro, el término define a los ciudadanos marginados del movimiento que pretende catalizar el líder de CiU, hombres y mujeres que priorizan temáticas sociales desde un deseo de igualdad entre semejantes en su búsqueda de una justicia que merezca llevar ese nombre.

La fortaleza psicológica de los catalanes me genera grandes preguntas sobre quién escribe los discursos al delfín del otrora Molt Honorable. ¿Está en sus cabales o es un cínico redomado? ¿Desea encrespar más al personal o vive en una burbuja donde no le notifican el descomunal porcentaje de familias sumidas en la pobreza?

Y en estas el secretismo envuelve los tejemanejes del hombre que gobernó Cataluña durante veintitrés años. Los sótanos del Vaticano deben limpiarse cómo los establos de Augias, pero nadie sabe muy bien qué contienen ni dónde están porque siempre es mejor jugar al escondite o irse por la tangente sin exhibicionismos. Ellos sí que saben.

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