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El tricentenario de la muerte del rey Sol no es solo una cuestión francesa

Xavier Febrés

Este martes 1 de setiembre se cumple el tricentenario de la muerte de Luis XIV, el rey Sol que marcó la grandeur monárquica de Francia y una gran parte de Europa con su megalomanía versallesca. La actual República francesa lo conmemora fascinada, pero el tricentenario no es ni mucho menos una cuestión francesa exclusivamente. El rey Sol fue quien colocó en el trono de España al primer Borbón, su nieto Felipe V, al precio de una terrible Guerra de Sucesión, una guerra mundial a escala de las principales cortes europeas que significaría la implantación en Madrid de un nuevo modelo de gobierno absolutista y centralista.

El nieto Felipe V era el sucesor pactado por una parte de las casas reales a la muerte del rey español Carlos II el Embrujado, de la casa de Habsburgo o de Austria, fallecido inesperadamente a los 39 años sin descendencia, con la salud minada por la cadena de matrimonios consanguíneos. Dentro de la pugna por la hegemonía entre las primeras potencias (Austria, Inglaterra, Francia, el Sacro Imperio Romano Germánico, España y las Provincias Unidas de Holanda) y entre las dinastías reinantes (Borbones y Austrias), el acuerdo satisfacía a Francia, pero no al emperador Leopoldo I del Sacro Imperio y sus aliados. El emperador reclamaba la corona española para su hijo, el archiduque Carlos de Austria, de modo que desencadenó –y perdió-- la Guerra de Sucesión de 1700-1714.

La corona de Castilla se alineó con Felipe V, la corona de Aragón con el archiduque Carlos. Los catalano-aragoneses y los valencianos lo pagaron con los Decretos de Nueva Planta, que abolían “por justo derecho de conquista” el derecho público de la corona de Aragón, su estructura juridico-política secular. Hasta aquel momento la monarquía española había sido territorialmente compuesta, multilateral (todavía hoy el escudo de la bandera constitucional española engloba los de los cuatro reinos de Castilla, León, Aragón y Navarra). Cataluña se regía por las Constituciones aprobadas por las Cortes catalanas, presididas en Barcelona en 1701 por el monarca que aun se llamaba Felipe IV de Aragón y V de Castilla, del mismo modo como fueron aprobadas por el archiduque Carlos –futuro Carlos III-- en 1706.

Aquel grado de autonomía económica, judicial, aduanera y legislativa significaba un sistema representativo y participativo en la vida política de los estamentos sociales (Cortes, Diputación del General, municipios) distinto del modelo borbónico de absolutismo centralista. Con la llegada del nieto de Luis XIV, del primer rey Borbón, las Cortes de Castilla se convirtieron en las de toda España, el castellano en única lengua oficial obligatoria y el monarca Felipe IV de Aragón y V de Castilla en Felipe V de España.

Un muchacho de 17 años, nacido y criado en Versalles, orientó a partir de 1700 la corona de España sin hablar ni una palabra de ninguna de las lenguas del país que se disponía a gobernar con mano de hierro, igual como gobernaba su absolutista abuelo francés. Con Felipe V de Borbón la monarquía española comenzó a actuar a la francesa, al menos en lo referente a la clase dirigente, no a la gente de la calle.

Los grados de autonomía de los poderes locales y los “regionalismos pasaron ser considerados disgregadores, nocivos. El absolutismo coincidió con una época de bonanza económica internacional (incluido el comercio de esclavos), lo cual benefició a la emprendedora burguesía comercial e industrial catalana, así de rebote a una parte del campesinado y la menestralía.

El resultado de aquella Guerra de Sucesión confirmó la debilidad de España en el tablero internacional, la hegemonía política de la dinastía francesa, los primeros pasos de Inglaterra como gran potencia de las rutas comerciales, el papel de árbitro de Prusia y Austria en Europa Central y el atraso de las potencias alejadas como Rusia y el Imperio Otomano. En el mapa europeo Francia marcaba el paso, un paso muy versallesco que antes de concluir aquel mismo siglo XVIII desembocaría en una Revolución.

En este contexto, no queda nada claro qué conmemoran hoy en Francia a raíz del tricentenario de la muerte de Luis XIV, el rey Sol. La sacralización del lujo delirante del palacio real de Versalles, símbolo de los excesos de la monarquía, ha sido permanente e intercambiable entre los gobiernos de los sucesivos regímenes, hasta hoy.

Luis XIV, empachado de gloria, decidió construir en Versalles un palacio nunca visto, una mise en scène de la majestad del monarca, presentado como superhombre digno de ejercer el poder absoluto en un fabuloso castillo ajardinado. El espectáculo del fastuoso del papel personal del soberano, con rituales dignos de Bizancio, era su forma de gobernar, de tener controlada a la corte y entretenido al pueblo a distancia, de simbolizar al Estado por aquel entonces más poderoso, estructurado y burocratizado del mundo occidental. Longevo, reinó de 1661 hasta su muerte en la cama en 1715.

El monarca se instaló en Versalles en 1677 y trasladó al gobierno en 1682, en un delirio de lujo y refinamiento, aunque no por ello de confort. En su libro Louis XIV et vingt millions de Français, el historiador Pierre Goubert apunta: “Nueve sujetos del rey Luis trabajaban con sus manos de manera ruda y oscura para permitir al décimo entregarse a las actividades burguesas o simplemente a la pereza”.

El versallesco reinado de Luis XIV se caracterizaba por la miseria acentuada en todo el país. El hambre, la peste y las guerras diezmaron a 2 de los 20 millones de franceses. El obispo jesuita y escritor Jacques-Bénigne Bossuet clamaba en 1661 desde el púlpito a los poderosos: “¡Mueren de hambre! Sí, señores, mueren de hambre en vuestras tierras, en vuestros castillos”.

El otro célebre obispo y escritor del momento, François Fenelon, escribía en 1694 en los mismos términos su conocida Carta al rey: “Os han elevado hasta el cielo por haber borrado, dicen, la grandeza de todos vuestros predecesores juntos, es decir por haber empobrecido a Francia con el objetivo de introducir en la corte un lujo monstruoso e incurable”.

Luis XIV traspasó el problema al su bisnieto de cinco años, Luis XV, tras colocar a otro nieto en el trono de España, Felipe V, al precio de la terrible Guerra de Sucesión. El bisnieto Luis XV también fue un rey longevo, sin resolver ninguno de los desequilibrios flagrantes de su país. Los traspasó al nieto siguiente, Luis XVI, que lo pagó en la guillotina. No queda muy claro, repito, qué conmemoran hoy con el tricentenario de la muerte del rey Sol.

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