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Muere Robin Williams, capitán de una generación de peterpanes

Robin Williams en El indomable Will Hunting

Mónica Zas Marcos

Robin Williams ha sido capaz de despertar del letargo veraniego a toda una comunidad de seguidores que hoy lloran su pérdida. La muerte del icono para aquellas generaciones que aprendieron a amar la poesía con ensoñación y a dejarse transportar a Nunca Jamás ha caído como un jarro de agua fría. Su representante, Mara Buxbaum, ha indicado que “hace tiempo que luchaba contra la depresión” y, según el comunicado emitido por la oficina del sheriff del condado de Marín, la causa de la muerte apunta a ser suicidio por asfixia. Sin embargo, el cuerpo policial ha apelado a la paciencia y ha asegurado que mañana mismo comenzarán las pruebas forenses para determinar las circunstancias del suceso.

“Esta mañana perdí a mi marido, a mi mejor amigo. El mundo ha perdido a uno de sus mejores artistas y una bellísima persona. En nombre de la familia de Robin, os pido respeto. Cuando se le recuerde, que no sea por su muerte, sino por los muchos momentos de gozo y sonrisas que nos regaló”. Así despedía su mujer, Susan Schneider, al artífice de uno de los legados más ricos de la comedia estadounidense de los años 80 y 90. Williams supo conjugar a la perfección una carrera digna de las lágrimas más sinceras y del humor blanco que convierte en niño a cualquier adulto.

Su profesión es un dechado de recuerdos y de imaginarios de juventud hasta de las personalidades más influyentes del planeta. Sus compañeros de pantalla y el mismo presidente de los EE.UU han expresado su sincero pésame por el fallecimiento del polifacético actor. “Él llegó a nuestras vidas como un alien, pero se marcha habiendo tocado cada elemento del espíritu humano”, ha escrito Barack Obama, en un comunicado difundido dos horas después del anuncio de la fatídica noticia. Su cuenta de Twitter -donde publicó por última vez una foto con su hija Zelda- se ha convertido en un improvisado altar en el que recordar las muecas de la Señora Doubtfire o rescatar los versos de Oh Captain! My Captain!

La imperfección del comediante

Aunque en la última etapa de su carrera apenas quedaba la sombra de lo que fue, su presencia en la pantalla aún albergaba esa suma de histrionismo y ternura. Pero conviene recordar que los comienzos del artista tampoco fueron tan dulces como su época dorada. Nacido en Chicago en 1951, Williams coqueteó con las Ciencias Políticas antes de introducirse de lleno en la interpretación. Estas inquietudes le persiguieron a lo largo de su vida y quedaban bien patentes en cuanto tenía un atril a mano. La elocuencia se vislumbraba en cada rueda de prensa donde tenía oportunidad de meter la zarpa en materia diplomática, como en la guerra de Irak.

Antes de las tablas y los shows de televisión, el joven Robin tuvo también un peligroso contacto con el mundo de las drogas. Su pasado unido a las adicciones le persiguió durante toda su vida, aunque era consciente de que eso significaba jugar con “armas de autodestrucción”.

La medicina para curar esas sombras pretéritas fue su pasión por la comedia, que desarrolló en la Julliard School. Allí conoció a algunos de sus camaradas de profesión, como el actor Christopher Reeve, que ya observó un don innato para el humor en Williams. El Superman primigenio llegó a admitir que la única persona capaz de hacerle reir después de quedarse parapléjico había sido su viejo amigo Robin. Y aunque comediante se nace, detrás de la sonrisa del millón de dólares se escondía también una fragilidad y sabiduría hechas para el drama.

Capitán de los niños perdidos

“Nuestras imperfecciones son lo que nos hacen seres únicos”, decía Williams en El hombre bicentenario, y esta moraleja podría ser un perfecto leit motiv sobre el inicio de su carrera. El comienzo de los 80 estuvo encabezado por el bochornoso título de Popeye, y lo que parecía que iba a ser una biografía circense, terminó por elevar la caricatura a lo entrañable. Recordamos de esa época El mundo según Garp y Un ruso en Nueva York. A finales de década llegó su camaleónica oportunidad de la mano de Barry Levinson, con Buenos días Vietnam. El sabor agridulce de la cinta se fundía con el carácter de su protagonista, que además dio rienda suelta a su agilidad verbal y carisma.

Las puertas del éxito se abrieron entonces para William, junto a las de la Academia, que le nominó a su primer Oscar gracias al papel de reportero dicharachero. El club de los poetas muertos allanó el camino hacia el Dolby Theatre y comenzó a gestar la figura que hoy hace lamentar su pérdida a más de un par de generaciones. El profesor Keating enseñaba a golpe de literatura y gritos desde lo alto del pupitre a adorar la heterodoxa adolescencia. Rozó también con la punta de los dedos el reconocimiento hollywoodiense con un papel profundo de la mano de su referente, Terry Gilliam, en El rey pescador. La pista de que Williams debía ser pulido mucho más allá de una peluca o como acompañante de una mucosidad verde.

El 1997, lejos de ser un desconocido en la industria, sus congéneres de las altas esferas le entregaron la estatuilla dorada por El indomable Will Hunting. Con una labor didáctica similar a la de Keating, el psicólogo McGuire se deshacía de un plumazo de los teoremas en uno de los mejores monólogos que recuerda la historia del cine. Un premio que llegó tarde, pues Robin Williams ya se había metido en el bolsillo a tantos como risas había provocado su Señora Doubtfire.

“Bangerang Peter” o “En la jungla vas a esperar hasta un cinco o un ocho sacar”, son frases que se relacionan sin remedio con la figura del humorista. Jumanji y Hook fueron algunos de sus éxitos más comerciales y las que firmaron su contrato vitalicio en la factoría del humor. También destacaron en esta línea el doblaje del “Genio más genial” para Aladdin, la terapia de la risa de Patch Adams y la rareza incomprendida de Francis Ford Coppola, Jack.

Salvando la decadencia

Los 90 fueron el caldo de cultivo de Williams, donde además participó en memorables proyectos como Desmontando a Harry, Nueve meses o Una jaula de grillos. Sin embargo, tras recoger el Oscar por el trascendental perfil cedido por Gus Van Sant, el actor quiso alejarse de lo frívolo, perdiendo los límites del drama anacrónico. La morbosa Más allá de los sueños o Ilusiones de un mentiroso dan buena cuenta de ello. Afortunadamente, el fotógrafo maniaco de Retratos de una obsesión o el atormentado antagonista de Al Pacino en Insomnia, demostraron de nuevo que intentar encasillar a un camaleón es como poner puertas al campo.

En los últimos tiempos, los títulos mediocres se agolparon al término de su filmografía, como Hasta que el cura nos separe, August Rush o El Mayordomo. Actualmente sorteaba la suerte en televisión con el proyecto frustrado The crazy ones. Lo único que conseguía liberlarle de sus fantasmas en esta etapa era la posible secuela de la niñera británica Doubtfire y sus conocidas aficiones: los videojuegos y el ciclismo.

«Mi capitán no responde, sus labios están pálidos e inmóviles/ Su viaje, acabado y concluido», escribió Walt Whitman, y así también concluye la existencia de un artesano de la alegría, que no supo contagiársela a sí mismo como hacía con el resto del planeta. Pero “hasta los errores son hermosos”, dijo una vez quien ahora nos espera en la segunda estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer.

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