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'The Crown' o por qué Isabel II no es la nueva Khaleesi

Claire Foy en 'The Crown'

Mónica Zas Marcos

“Prometo amarte, respetarte y obedecerte hasta que la muerte nos separe”. La reina Isabel II exigió incorporar ese último toque de sumisión a sus votos matrimoniales en 1947, seis años antes de ser coronada en Inglaterra. Entonces era una joven enamorada del príncipe Felipe y con poca idea de su relevancia simbólica en el futuro. También es el punto de partida de la serie The Crown, el último intento de humanizar a quienes han decidido erigirse superiores por designio divino. 

Como dicen ellos mismos en la serie: “La monarquía es una misión sagrada para ofrecer a la gente corriente un modelo por el que luchar, un ejemplo de deber y nobleza para guiarles en sus míseras vidas. Es una llamada de Dios”.

La institución monárquica en Reino Unido sufre de los mismos males endémicos que cualquiera. Representa la brecha de clases, el privilegio hereditario de ciertas cunas sobre otras, y todas esas normas retrógradas que minimizan el papel de la mujer en la vida pública. Pero la familia real británica goza de una popularidad que a veces nos cuesta entender a los foráneos, y ese es precisamente el objetivo de Netflix. Para ello, hace una radiografía de la monarca más longeva y conocida del mundo: la reina Isabel II.

Absténganse quienes esperen un juego de tronos lleno de violencia, sexo salvaje y grandes dramas en la corte. Esto no es Los Tudor. El reinado que se muestra en The Crown es complicado por el estigma de género que acompañó a la británica, aunque no fuese la primera mujer en lucir la corona de San Eduardo. Primero fueron la reina Victoria y la reina Isabel I, antecesora de la actual, quienes demostraron que eran tan capaces -o incapaces- como cualquier hombre de su familia.  

El otro gran reto de Isabel II, hasta donde nos muestra la primera temporada, es su tensa pero inevitable relación con el Gobierno británico. Winston Churchill estaba acostumbrado a tratar con soberanos cultos y diligentes, como Jorge VI, que apenas se oponían a su criterio político. Y de pronto una chica de 25 años, con un extenso conocimiento protocolario pero nula conversación, es la encargada de rebatir al gran héroe de la guerra. Su inexperiencia da lugar a situaciones de mansplaining diarias por parte del primer ministro, hasta que Isabel decide cortar sus hilos de marioneta y formarse su propio discurso. 

Reina antes que esposa

Peter Morgan, creador de la serie y apasionado de los líos ocultos de la política y la realeza, tiene un declarado fetiche por la figura de Isabel II. Antes de embarcarse en el proyecto más caro de Netflix -140 millones de euros ha costado la joya de la corona-, Morgan ya le dedicó la película The Queen, interpretada por Helen Mirren, y la obra de teatro The Audience

En la piel de Claire Foy, la gran monarca tiene poco que ver con la imagen actual de afable pero estricta anciana de 90 años. En The Crown es una muchacha que conoce todas sus limitaciones y decide remediarlas antes de ser devorada por familiares y políticos que quieren sacarle jugo. En una mano tiene la oportunidad de ser el relevo fresco de una institución arcaica, y en la otra el cometido de mantener un legado respetable. Al final se decanta por la segunda. 

Estas sesudas decisiones le merecen el respeto de Churchill, de los miembros más tradicionales de la realeza y de su marido. Isabel deja de lado el perfil de esposa amantísima que prometió en sus votos para dedicar su vida al papeleo de la nación y a los eventos protocolarios. Mientras tanto será testigo de algunos de los momentos más críticos del Reino Unido. La niebla tóxica de Londres en 1952 -que mató a 4.000 personas-, las luchas internas entre los tories o la crisis en el canal de Suez. 

Los súbditos invisibles

Algunos de los que reniegan del God save the Queen piensan que esta serie minimiza los problemas sociales al presentarlos desde una mirada regia. “Me preocupa que la historia de mi generación pueda perderse para mis nietos porque los productores de televisión prefieran anestesiar a los espectadores”, escribe el nonagenario columnista de The Guardian, Harry Leslie Smith. Al señor Smith no le ha gustado en absoluto la serie, de hecho le enfada sobremanera, porque omite los movimientos socialistas que capitanearon la verdadera revolución.

Ese es el gran riesgo al que se enfrenta el público joven tras el visionado de The Crown. El dar por sentado ciertas situaciones que se plantean bajo la etiqueta de “serie histórica” y olvidar lo que ocurría detrás de los muros de Buckingham. 

Pero los responsables de la serie han dejado claro que su intención no es dar una lección de Historia. Han sido libres de elegir un rango social, como en su día hizo Downton Abbey, y dar cuenta de lo que ocurría en el mundo a través de éste. También supieron ver que los claroscuros de la monarquía despiertan más morbo que una familia de clase media de los años 50. Y parece que los números se lo conceden, pues The Crown se ha traducido a 190 idiomas y se espera que enganche a más de 86 millones de hogares. 

Elitista sí, ¿y feminista?

Hemos hablado de la Isabel reina, pero ella no olvidaba a la Isabel madre y esposa. Los dos hombres de su vida seriéfila son Winston Churchill, como decíamos, y su marido Felipe. La soltura con la que el personaje se va imponiendo sobre ambos es puro placer televisivo ¿Se puede incluir a Isabel entre los roles femeninos más fuertes de las series junto a Daenerys Targaryen o Peggy Olson? Quizá, pero no de la misma forma. Mientras que los últimos son una muestra del feminismo en la pequeña pantalla, la monarca siempre se ha resistido a esta etiqueta.

Es cierto que Isabel II siempre supo que su género no disminuía en absoluto la calidad de su reinado. Esto le procuró las críticas de su propia madre y varias crisis matrimoniales con un hombre reacio a asimilar su papel de segundo violín. “¿Eres mi esposa o mi reina?”, le pregunta Felipe incrédulo cuando ella le exige que se arrodille en la coronación. “Soy ambas, y un hombre fuerte se arrodillaría ante ambas”, contesta con firmeza. Pero tampoco se puede decir que fuera dando lecciones de igualdad de género por los atriles.

“La gente siempre pretenderá que sonrías o asientas o frunzas el ceño, y en el momento en el que lo hagas habrás expresado tu postura. Tu opinión. Y eso es lo único que como monarca no tienes derecho a hacer”, le dice su abuela, la reina Mary, en una escena de The Crown. Un miembro de la realeza no tiene permitido mojarse o parecer un ser humano parcial. Aunque ella misma rompiese uno de los techos de cristal más gruesos que existen, el de la corona, jamás tendría permitido definirse como feminista.

Al fin y al cabo, su existencia también ayuda a perpetuar una institución inmovilista, en contra de cualquier cambio y siempre fiel a la herencia patriarcal. Sin embargo, se agradece una producción millonaria dedicada a esas reinas y plebeyas relegadas a la segunda fila. Por eso The Crown, con todos sus valores imperialistas y anticuados, es la gran oportunidad para devolver la Historia a las mujeres desde la ficción.

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