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Filantropía sanitaria

Josep L. Barona

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La Fundación Bill y Melinda Gates o la Fundación Amancio Ortega no solo están en su derecho de financiar programas de salud, promover la investigación sobre vacunas contra el paludismo o comprar equipamiento técnico para la detección del cáncer. También les ampara el derecho a obtener beneficios fiscales de sus donaciones y, mediante su labor filantrópica, mejorar su imagen pública y corporativa. Estrategias de ese tipo ofrecen la cara amable del capital y forman parte de la llamada ética de la empresa y de los negocios.

Claro que sí: bienvenidos sean los Gates, Ortegas, Roigs y tantos cuantos filántropos deseen financiar proyectos honorables, programas de investigación, tecnologías sanitarias o planes culturales, iniciativas deportivas o de restauración del patrimonio. Más iniciativas de esta índole tendría que haber, para demostrar a la opinión pública que los demonios corruptos y evasores tienen un alter ego entre los poderosos, esos ángeles de la caridad que se compadecen de los pobres, que a menudo representan a UNICEF, visitan regiones devastadas y practican la filantropía.

El problema surge cuando esas contribuciones privadas e individuales ejercen un papel subsidiario de la obligación que tiene el Estado de garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos. Y el derecho a la salud es un derecho, tan fundamental como el derecho a la vida, a la educación o a la vivienda. Por eso la asistencia sanitaria, el acceso a las tecnologías o a los medicamentos nunca deberían estar a merced del poder adquisitivo o de la filantropía.

Que sean los poderosos quienes filantrópicamente financian lo que el Estado no es capaz de financiar expresa un modelo de sociedad donde las desigualdades han alcanzado cotas inadmisibles y donde el Estado es incapaz de aplicar un sistema fiscal que atenúe esas diferencias hasta anularlas cuando se trata de garantizar los derechos fundamentales. Lo contrario es aceptar un sistema de beneficencia pública que debería de formar parte del pasado, aunque, por desgracia, vemos que crece con las políticas neoliberales, generadoras de desigualdad. Por eso es comprensible la reacción crítica de los profesionales sanitarios que defienden una sanidad pública universal y eficiente, con independencia de donaciones bienintencionadas. Cuanto más, mejor, pero no a costa de que el empobrecimiento estratégico del estado de bienestar se palie con donativos.

En nuestras sociedades occidentales es habitual la colaboración entre el sistema público y las iniciativas privadas. Pero tanto en investigación como en sanidad, es el sistema público quien debe garantizar el derecho a la salud y las prioridades en investigación, más allá del interés empresarial. La justicia social y los derechos humanos, el derecho universal e igualitario a la salud, solo puede garantizarse mediante una sanidad pública solvente. Después que vengan miles de donativos!

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