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Detroit: la pesadilla del sueño americano

Una ciudad construida a la medida de los coches que se está quedando sin personas (Juan Luis Sánchez)

Juan Luis Sánchez

Detroit —

Un mediodía en Detroit es como una madrugada en cualquier otra gran ciudad: da la sensación de que los espacios se han quedado grandes, de que la soledad te mete prisa, de que todo ha sido construido para gente que no está. No es que Detroit duerma de día, es que lleva décadas de abandono. La gente, sencillamente, se fue. Avenidas sin coches, rascacielos sin ventanas, casas sin gente.

Detroit es la capital norteamericana de la distopía capitalista. Fue símbolo de poder, riqueza y potencia industrial: los coches más vendidos del mundo se fabricaban en Detroit. Hoy es una urbe destartalada que lucha por sacar adelante lo más básico después de décadas de decadencia culminadas en 2013. Ese año la ciudad se declaró en bancarrota bajo el mandato de un “gestor de emergencia”, un alcalde tecnócrata no elegido democráticamente sino a dedo por el Estado de Michigan.

En la superficie de Detroit, te lo repiten sus habitantes sin parar, “cabe lo que ocupa Manhattan, Boston y San Francisco juntas”. Es una ciudad de talla XL para una población menguada que cabría en Zaragoza. En 1952 Detroit tenía dos millones de habitantes y hoy no llega a 700.000, casi tres veces menos.

Este mapa con la evolución de la densidad de población en el centro de la ciudad es desolador. La ciudad sigue ahí, mucha de su gente ya no.

Detroit nutrió su expansión del siglo XX con la inmigración desde el sur del país y desde el extranjero, que llegaron para trabajar en el gran imperio automovilístico que se forjó en las plantas de montaje como la de los coches Ford. Henry Ford creó para Detroit y luego para el mundo capitalista el fordismo, una explotación intensiva de los recursos humanos para la producción en cadena. Y, dicen por aquí, que de camino también inventó “la clase media” al instaurar en 1914 un salario mínimo de cinco dólares a la hora para sus trabajadores, cifra que doblaba lo que se pagaba en otras partes del país.

Eso hizo que en Detroit los obreros de las plantas automovilísticas, que se contaban por decenas de miles, fueran además los primeros y mejores clientes a la hora de comprar coches. Así, parte del dinero volvía a la misma caja.

La explosión automovilística de Detroit determina el urbanismo de la propia ciudad: es “la ciudad de los coches”, hecha para ser vivida en coche por los trabajadores de la industria del coche. Adivinen qué pasó cuando las grandes empresas modernizaron sus plantas o directamente las llevaron a otros países.

Detroit es un donut con el centro vacío. El 77% de los puestos de trabajo está a más de 15 kilómetros del centro de la ciudad. El 30% de los edificios comerciales y las viviendas están vacías. El 30% de las parcelas de terreno están vacías.

Pero no es el único gran contraste de la ciudad. El centro es negro y pobre; la periferia es blanca. Muchos de los emigrantes blancos que vinieron a trabajar por cinco dólares a la hora a Detroit procedían de los Estados del Sur, allí donde la esclavitud y la segregación racial estaban aún más arraigados que en el norte.

Ese esquema de valores se importó a Detroit y a su forma de desarrollarse. A los negros se les metió en barrios solo para negros, cerca de las fábricas del centro; los blancos empezaron a blindar sus propios suburbios de “clase media” en la periferia. Y entonces se construyeron las autovías que circunvalan y atraviesan Detroit en todas direcciones.

“Las carreteras se hicieron para los barrios blancos y en los negros se quedaron hasta sin luz”, se queja Malik Yakini, fundador de un movimiento local para recuperar el uso de las fincas abandonadas y potenciar la agricultura urbana. “El capitalismo está en declive. Lo dicen hasta sus privilegiados. Detroit es solo la vanguardia de lo que va a ir pasando en otras capitales del mundo”, sentencia Yakini desde un pequeña oficina en uno de los barrios más deteriorados.

“I have a dream… this afternoon”. La primera vez que Martin Luther King pronunció su famoso discurso sobre la dignidad de los negros en Estados Unidos no fue en las escalinatas del monumento a Lincoln en Washington D.C. Fue en Detroit, dos semanas antes. Luther King, dicen los historiadores locales, quiso probar en Detroit qué tal le funcionaba la fórmula retórica del ‘I have a dream’ antes de usarla ante el resto del mundo.

Ese esquema de segregación extrema en Detroit, décadas después, sigue produciendo monstruos, a pesar de que el 82% de la población es afroamericana: el 8 de noviembre, los habitantes del área metropolitana no solo tendrán que votar en las elecciones presidenciales sino que habrá otra papeleta para decidir si quieren aumentar la inversión en transporte público. Casi la mitad de distritos de la zona está en contra de que los autobuses tengan parada en sus barrios. ¿Por qué? “Para que los negros no puedan coger un autobús y pararse en sus barrios”, según explica Alberta Tinsley-Talabi, representante demócrata en la Cámara de Michigan. “Es racismo puro”. Segregación. “Apartheid”, lo llama Donnel White, director de la Asociación Nacional por el Progreso de las Personas de Color (NAACP).

Lo que ha ocurrido con la mayoría de los servicios públicos en Detroit va más allá de la privatización. En muchas ocasiones, son fundaciones u obras de caridad las que cumplen el rol que se esperaría de las administraciones incluso en Estados Unidos, donde la cultura de lo público es mucho más liberal que en Europa.

Más del 50% del presupuesto para el paseo marítimo de Detroit, recién construido, ha sido financiado por fundaciones; la nueva línea de tren solo tiene un 30% de presupuesto público; el centro de atención a drogodependientes de Detroit es ahora una organización controlada por la Administración pero financiada por donaciones religiosas o filantrópicas; las últimas ambulancias de la ciudad las tuvo que pagar la Fundación Kresge.

“No deberíamos estar cumpliendo ese papel”, dice su directora ejecutiva en Detroit, Wendy Lewis Jackson: “Hacemos un trabajo que no nos corresponde; ojalá Detroit vuelva a la normalidad y podamos dedicarnos a potenciar proyectos culturales o sociales”. Durante los meses de la bancarrota, la Fundación Kresge y otras fundaciones locales aportaron más de 150 millones de euros para evitar en el último minuto que se vendieran las obras de arte del Detroit Institute of Arts como forma de pagar la deuda contraída por la ciudad.

En la planta baja del museo, no muy lejos del mural del pintor mexicano Diego Rivera, un grupo de extranjeros visita una exposición de fotografía sobre el Detroit más nocturno, peligroso y castigado. La primera foto es un retrato de un grupo de raperos sentados alrededor de un Cadillac. De pie está ‘Phat Kat’ Ronnie, uno de los autores de hip hop más reconocidos de Detroit. Se le puede escuchar aquí junto a otro de los protagonistas de la foto, Guilty Simmons.

Media hora más tarde, el grupo de extranjeros pide un Uber para desplazarse a otro punto de la ciudad. Detroit es la ciudad de los coches pero apenas hay taxis. Quien aparece casualmente en el asiento del conductor es Phat Kat. Pregunta si le hemos visto en la foto de dentro y se identifica. “En Detroit la gente suele reconocerme cuando entra en el coche”, dice con una risa rasgada. Dentro de un mes estará de gira por Europa: Madrid, Barcelona, Viena.

Ronnie, el gato gordo del hip hop de Detroit, se niega a seguir el rollo apocalíptico sobre Detroit. “En esta ciudad siempre han pasado cosas, pero no es una ciudad fantasma. Eso es una exageración de los medios”. Hay un punto de orgullo herido en los habitantes que siguen ahí, que están hartos del “ruin porn”, que es una forma de llamar a la obsesión que mostramos los foráneos por fotografiar de manera casi osbcena cada casa abandonada, cada fábrica sin cristales en las ventanas.

“La gente viene, hace fotos exageradas de un edificio en ruinas y luego cruza la calle y se toma algo en un local muy moderno. Pero al local moderno no le hacen fotos”, se queja Ronnie a.k.a. Phat Kat.

Los brotes verdes de Detroit

Los locales modernos que cita Phat Kat son uno de los brotes verdes de Detroit. En algunas zonas de la ciudad, al doblar una esquina aparece un Soho, un Malasaña, un pequeño Berlín. Restaurantes sofisticados, cafeterías, huertos urbanos, pequeños negocios o tiendas que no tienen nada especial pero que sencillamente están ahí, donde hace tres o cuatro años no había nada.

Los nuevos negocios no tienen que competir con las grandes marcas. “Las cadenas de ropa o multinacionales no quieren venir a Detroit”, explica Jeanette Pierce, fundadora de Detroit Experience Factory, otra de esas iniciativas centradas en el lado positivo de la ciudad. “Pero mejor así, porque podemos darle una identidad única a la ciudad”. En su carpeta lleva una pegatina: “Detroit. Suficientemente grande como para importarle al mundo; suficientemente pequeño como para que le importes tú”. Los circuitos económicos de la ciudad y algunos grupos de emprendedores locales intentan contarle al mundo que Detroit se está recuperando.

“En 2015 tenemos un dato positivo”, dicen los analista de Data Driven Detroit, una ONG que trabaja con estadística pública. “Por primera vez en décadas, la ciudad no ha perdido más población que el año anterior”. Caía en picado y ahora no ha dejado de caer pero cae menos. El activista Malik Yaliki no lo ve tan claro. “El dinero que está aflorando en el centro de la ciudad es de gente que ya tiene dinero. Son blancos que ya eran acomodados de antes. A ellos se les ve como los héroes que están salvando Detroit, cuando la población negra no ve nada de eso”.

“Hace unos años mi esposa y yo compramos un coche de segunda mano y una casa”, cuenta Sean Mann, un consultor en asuntos públicos que vive en una zona residencial de Detroit. “El coche nos costó más dinero que la casa”. En algunas partes de la ciudad se puede comprar una vivienda, de las que tienen una parcelita alrededor y la distribución como de un piso pero en dos plantas, por mil euros.

Los debates sobre cómo evitar la gentrificación y la especulación ya afloran. Unos ven en estas quejas señales de que la ciudad está en otra fase y niegan la mayor: no se puede gentrificar algo que está vacío. Otros aseguran que los grandes millonarios de la ciudad, y Detroit conserva unas cuantas fortunas amasadas, están acaparando tierra e inmuebles baratos, además de una enorme influencia y poder. Una figura destaca sobre todas: Dan Gilbert, el dueño de los Cleveland Cavaliers, el equipo de la NBA, y de cientos de propiedades en el centro de Detroit adquiridas en los últimos cinco años.

“No solo en Detroit: en Estados Unidos, el cruce del capitalismo con la supremacía blanca nos hace a los negros invisibles y pobres”, dice Malik Yaliki. El desempleo dobla la media nacional. El 39% de la población vive bajo el umbral de la pobreza. El 82% de la población es negra.

Una de las estrategias de campaña de Donald Trump es intentar ganarse el voto del norteamericano cabreado con la fuga de inversiones y puestos de trabajo de empresas estadounidenses a plantas industriales u otros sectores en Asia o Europa. Con esa idea conecta su eslogan electoral: ‘Make America Great Again’ (recuperar la grandeza de Estados Unidos).

Trump dijo ese día de agosto: “El americanismo, no el globalismo, será nuestro credo”. El filón está claro: “Creo que en esa defensa del trabajador, Trump le gana a Hillary Clinton”, dice un carpintero de Detroit que prefiere no aparecer con su nombre en este artículo. Sin embargo, el carpintero, como la mayoría de los vecinos de Detroit según las encuestas, no votará por Trump.

Además de trabajadores sacrificados, la historia de Detroit habla de una ciudad creativa, cuna del Motown, y pionera en la lucha por los derechos de los afroamericanos, precisamente por la exposición a esa paradoja de sentirse “una minoría” en una ciudad donde son mayoría.

En el mismo lugar donde Trump hablaba de volver a una América grandiosa tuvo lugar en 1953 un discurso con mucho más impacto. “I have a dream… this afternoon”. Detroit sigue soñando entre pesadillas.

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