Reconozco que es un poco osado escribir sobre lo que pasa en Turquía, desde la distancia, no solo física, sino también cultural, ideológica o económica. Además, el avispero turco tiene una historia muy compleja que pasa por las intrigas del Topkapi, los bajeles hundidos en el golfo de Lepanto, las especias del Gran Bazar, la sombra de la Mezquita Azul, la victoria de Gallipoli o el ascenso de Mustafá Kemal Atatürk, padre de todos los turcos y símbolo de la Turquía occidentalizada.
Atatürk transformó las cenizas del viejo imperio otomano, obligó a sus paisanos a modificar sus nombres introduciendo los apellidos al modo occidental y prohibió los viejos tarbush, para que la población pareciese un poco más europea. La evolución de un país que ha querido ser Turquía, pero sin ser del todo turco nos ha dejado tantas contradicciones que impresiona incluso desde España.
La actual Turquía pretende ser moderna, pero respetando la tradición; cosmopolita, pero conservando el velo femenino; democrática pero no del todo laica; pro-occidental pero dirigida por islamistas. En definitiva, un país que desea ingresar en la Unión Europea pero que no está demasiado entusiasmado con sus principios.
En mis clases universitarias del grado en Periodismo tengo una alumna de origen turco, y ella admite que su padre no está nada contento con la profesión que ha elegido, ya que los periodistas gozan de muy poco prestigio allí. El pasado mes de marzo, la policía irrumpió en la redacción del diario Zaman, posiblemente el más leído en Turquía, y detuvo al director y a unos cuantos periodistas por sus críticas al Gobierno.
La otra noche, mientras seguía en directo los incidentes que se estaban produciendo en Estambul, pensé que las cosas se le había puesto muy feas a Erdogan. Aquella estrambótica comparecencia suya a través de FaceTime me dio a entender que no tenía acceso a los medios de comunicación y eso es esencial para que triunfe un golpe de estado.
Sin embargo, el panorama se fue aclarando poco a poco y la fuerza del pronunciamiento se fue desinflando. Es verdad que no puede compararse lo ocurrido en Estambul y (un poco menos) en Ankara, con el resto del país, que fue prácticamente ajeno a los hechos, pero en cuento se detuvo la rueda de una maquinaria, inmediatamente se puso en marcha la siguiente.
Me refiero a que nada más aparcados los tanques, el Gobierno ha aprovechado para ajustar las cuentas con un par de colectivos, especialmente el ejército y la judicatura. El propio presidente ha vuelto a mencionar de pasada la pena de muerte como ejercicio correctivo para el personal que se le ha desmadrado.
No pretendo aclarar lo que pasa a tres mil kilómetros de distancia de aquí, pero sí me gustaría llamarles la atención sobre el argumento que todos los implicados en este conflicto esgrimen de forman unánime sin ningún rubor: la democracia. Los golpistas declararon que su levantamiento pretendía devolver la democracia a Turquía, Erdogan habla de salvaguardar la democracia mediante una profunda limpieza de la sociedad y la Unión Europea cree que lo más importante es garantizar la democracia en Turquía.
He mirado en Wikipedia la palabra democracia y la definición no deja lugar a dudas: es una forma de organización social que atribuye la titularidad del poder al conjunto de la ciudadanía. Y lo bueno del caso es que se pude leer en casi un centenar de idiomas entre los que están el español, el inglés, el francés, el esperanto y, por supuesto… el turco.
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