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The Guardian en español

La guerra que Estados Unidos no puede ganar: los talibanes recuperan el control de Afganistán

"Se llamaba Salima, pero nadie pronunció su nombre durante el funeral. Como es costumbre en el Afganistán rural, ninguna mujer asistió a la ceremonia".

Sune Engel Rasmussen

Lashkar Gah —

En un cementerio rocoso de las afueras de la ciudad de Lashkar Gah, un jefe de la policía local cava la tumba de su hermana. Se llamaba Salima, pero nadie pronunció su nombre durante el funeral. Como es costumbre en el Afganistán rural, ninguna mujer asistió a la ceremonia, y de los muchos hombres que asistieron para dar el pésame, pocos habían conocido a la difunta.

Salima, como casi todas las mujeres en la provincia de Helmand, desde que alcanzó la pubertad había pasado la mayor parte del tiempo encerrada en la casa familiar.

Su familia explica que murió por accidente mientras limpiaba el hogar. Se disparó en la cara con un kalashnikov que estaba escondido debajo de unas mantas.

En la ciudad, la capital de la provincia de Helmand, muchos dudaron de esta versión. Salima murió 10 días antes de un matrimonio concertado por la familia. Sin embargo, nadie hizo ninguna pregunta: se considera incorrecto intentar averiguar la causa de la muerte de una mujer.

Metieron el cuerpo de la mujer, envuelto en un sudario delgado y negro, en el agujero. Fue invisible en vida y fue enterrada por extraños.

Durante más de 15 años, los derechos de las mujeres han constituido un pilar central de los esfuerzos occidentales en Afganistán. Sin embargo, en Helmand, las mujeres adultas son prácticamente invisibles, incluso en la ciudad. Son propiedad de su familia, y pocas pueden trabajar u optar a la educación superior, recibir cuidados médicos o reivindicar sus derechos ante la justicia.

En lugares como Helmand los esfuerzos por mejorar la situación de las mujeres no han avanzado lo más mínimo mientras que el progreso hacia la paz ha retrocedido. Las dos principales ciudades de Helmand, Lashkar Gah y Gereshk, se encuentran entre los escasos lugares de la provincia que no están controlados por los talibanes.

La Administración Trump todavía no ha definido una estrategia para Afganistán. Se esperaba que por estas fechas Estados Unidos ya hubiera aprobado el despliegue de 4.000 soldados; el primer aumento desde que se inició la retirada en 2011.

Lo cierto es que la Administración Trump no lo tiene claro. El presidente ha cuestionado en voz alta el hecho de que los soldados estadounidenses hayan estado en Afganistán los últimos 17 años y algunos informes recientes dejan entrever que la Casa Blanca no está considerando un despliegue de soldados sino un repliegue.

Sed de venganza

En Helmand, la situación ha empeorado desde que los soldados extranjeros iniciaron la retirada hace tres años. Las fuerzas afganas que luchan en la primera línea necesitan desesperadamente un refuerzo. Sin embargo, los que son contrarios a esta medida alegan que un aumento de soldados no hará más que alimentar la causa rebelde.

“Incluso si mataras a todos los adolescentes, la próxima generación se uniría a los talibanes”, afirma Abdul Jabbar Qahraman, exenviado presidencial en Helmand: “Antes los rebeldes se movían por interés, ahora lo hacen empujados por la sed de venganza”.

La de Afganistán se ha convertido en la guerra más larga de Estados Unidos. Y es también una guerra que Estados Unidos no puede ganar. Y en ninguna parte es más evidente que en Helmand. Los lugares donde los soldados británicos y estadounidenses libraron sus batallas más duras están ahora bajo el control talibán.

Babaji, que se convirtió en el escenario de uno de los peores ataques aéreos británicos de la historia moderna, cayó bajo control talibán poco después de que the Guardian la visitara el año pasado.

Marjah, donde en 2010 miles de soldados estadounidenses, británicos y afganos lanzaron la mayor ofensiva conjunta desde el inicio de la guerra, está ahora controlada por los rebeldes.

En Musa Qala los talibanes tienen un gobierno en toda regla, y en Lashkar Gah están lo suficientemente cerca como para atacar de vez en cuando con misiles el complejo del gobierno provincial.

No son frecuentes las batalles largas y a gran escala. La guerra es más bien una sucesión rutinaria de ataques de guerrillas, enfrentamientos esporádicos con armamento y de intentos ocasionales para hacerse con el centro de la población. La presencia de bombas caseras, las armas preferidas por los talibanes, se ha multiplicado.

Varias capitales de provincia se mantienen bajo el control del gobierno gracias al apoyo aéreo de Estados Unidos. Solo en junio, Estados Unidos llevó a cabo 389 ataques aéreos en el país, la cifra más alta desde 2012. Las fuerzas gubernamentales logran pequeñas victorias cuando emplean métodos poco convencionales.

Obligados a permanecer en el frente

Nesar Zendaneh descansa bajo la sombra de un ciruelo que se encuentra en una base policial de la ciudad de Spina Kota. Lleva una túnica negra tradicional. Luce un bigote grueso y su flequillo rizado cubre en parte unos ojos enrojecidos y cansados.

Como miembro de una unidad que forma parte de la Dirección Nacional de Seguridad, Zendaneh y sus colegas se visten como los lugareños, se infiltran en las zonas controladas por talibanes y llevan a cabo ataques furtivos.

“No me escondo”, explica Zendaneh con un ruido de disparos de fondo: “Hace cuatro meses nos acercamos a un grupo de talibanes y les disparamos con lanzagranadas. Matamos a diez. El resto huyó”.

Durante los meses de verano, la hierba les permite esconderse de los rebeldes. Un vehículo militar de la policía sale de la base de Spina Kota y acelera cuando llega a una de las curvas de la carretera.

“Este es el punto más peligroso”, explica el conductor y señala una casa de color blanco situada detrás de un girasol y que se encuentra a una distancia de unos 30 metros: “Es de los talibanes”.

La policía afgana a menudo tiene que ir a primera línea o la envían a puntos de control lejanos. Esta tan militarizada que casi nunca desempeña funciones policiales. Esto hace que cada vez sea más difícil tener a la población de su parte.

Haji Baz Gul

Los soldados extranjeros necesitan a la policía y a otras fuerzas locales, como la milicia compuesta por 1.500 hombres y liderada por Haji Baz Gul, el primer líder de la comunidad que se alzó contra los talibanes en Marjah en 2010.

Baz Gul es un anciano apacible que luce una frondosa barba gris y una gorra blanca. Asegura que las fuerzas occidentales han abandonado a sus aliados afganos.

En su opinión, tras la batalla que se libró para recuperar Marjah, Estados Unidos se desentendió de la situación demasiado pronto. Solo pudo pagar los salarios de un tercio de sus hombres, el resto ya no pudo trabajar en los pueblos que estaban bajo control talibán y tuvieron que abandonar la región o unirse a los insurgentes.

“Estamos cansados y no queremos seguir luchando”, afirma Afghan, que tiene 320 policías a su cargo. No tiene alternativa.

Tampoco la tiene Sardar Mohamed, otro jefe policial, que perdió las piernas dos años atrás, cuando pisó una mina. Once días más tarde tuvo que regresar al frente. 

Sin estudios y sin una ayuda para veteranos de guerra heridos en combate, su futuro como civil no es prometedor. En el frente están más protegidos.

“El talibán es mi enemigo. Me puede matar fácilmente. Si dejo el trabajo, me encontrará en casa, aquí al menos hay guardias”, explica Mohamed.

Los jefes de la policía curtidos como Afghan y Mohamed se han quedado luchando una guerra de Occidente pero no se mueven necesariamente por los mismos ideales de democracia y derechos humanos que proclaman los líderes occidentales y el gobierno de Kabul.

La enemistad de Mohamed con los talibanes comenzó hace veinte años, cuando el régimen confiscó la tierra de su familia, y detuvo y golpeó a sus parientes. Le traen sin cuidado las opiniones de los talibanes sobre religión, educación y el papel de la mujer en la sociedad.

La guerra de Mohamed no es ideológica. Es, simplemente, una guerra.

“Pensamos lo mismo. Todos somos musulmanes”, indica. Tanto él como Afghan quieren que Estados Unidos despliegue a más soldados. “Cuando los aviones y los helicópteros estadounidenses supervisan la zona, nadie nos ataca. Cuando no están, no nos podemos mover ni un metro sin que nos disparen”, explica Mohammed.

Al mismo tiempo, ninguno de los dos cree que se pueda poner fin a los enfrentamientos con una mayor presencia militar. Creen que unas negociaciones de paz son la única solución. “En los últimos 40 años hemos aprendido que las balas no consiguen poner fin a una guerra”.

Traducción de Emma Reverter

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