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The Guardian en español

Huir a Colombia es la única esperanza para muchos venezolanos

Venezolanos cruzan la frontera con Colombia el 26 de julio hacia Cúcuta.

Joe Parkin Daniels

Cúcuta —

Desde el momento en que se abre a las ocho de la mañana cada día, el puente Simón Bolívar entre Venezuela y Colombia se llena de gente. Hasta 25.000 venezolanos se presentan diariamente en la sofocante ciudad fronteriza de Cúcuta, muchos de ellos con maletas vacías para comprar productos básicos como arroz, harina y pasta que no pueden encontrar en su país.  

Un número creciente de ellos cruza la frontera con la intención de no volver.  

“Ningún país es perfecto, pero en Venezuela la gente no puede soñar con un futuro”, dice Ramón Araújo. “Me encantaría quedarme, pero no hay salida”. 

El país se ve acosado por la hiperinflación, con suministros de alimentos y medicinas bajo mínimos y un altísimo índice de crimen y malnutrición. 

Nicolás Maduro ha dicho que la nueva Asamblea Constituyente dará voz a los excluidos en el proceso político. Sus oponentes lo tachan de un intento de hacerse con todo el poder. “Aquí no hay una crisis humanitaria. Lo que tenemos es amor. Lo que tenemos es una crisis causada por los fascistas derechistas”, dijo la exministra de Exteriores Delcy Rodríguez al jurar el cargo de presidenta de la nueva Asamblea el viernes. 

Muchos venezolanos está votando con los pies. Las autoridades colombianas intentan afrontar la llegada de inmigrantes en la frontera de 2.200 kilómetros entre los dos países. “Hasta ahora no podemos hablar de un éxodo masivo de ciudadanos venezolanos, pero sí, el número de los que llegan es alto”, explica en un email Christian Krüger, director de la agencia colombiana de control fronterizo. “Creemos que irá a peor, pero sería imprudente especular antes de que eso ocurra”. 

Altos cargos de Bogotá han viajado a Turquía para estudiar su respuesta a la crisis de los refugiados sirios. La semana pasada, la ministra colombiana de Exteriores, María Ángela Holguín, anunció la instalación de un nuevo refugio en Cúcuta para ofrecer comida y alojamiento a los migrantes venezolanos. “Estamos dispuestos a ayudar a los venezolanos en lo que necesiten”, dijo a una radio local.

La actual oleada es la opuesta a las del pasado. Millones de colombianos se fueron a Venezuela en los años 70 y 80. Por entonces, Venezuela disponía de muchos recursos gracias al petróleo y Colombia soportaba una guerra civil y la violencia de los cárteles de droga. Actualmente, una economía hundida y el crimen han hecho la vida insoportable para muchos venezolanos. 

Araújo vendió todo lo que tenía e hizo el viaje al puente Simón Bolívar en febrero. Ahora vive en los arrabales de las colinas que dominan Cúlcuta y encuentra trabajo de forma ocasional en la construcción. Espera ahorrar dinero para enviarlo a su madre y hermanas en Venezuela. 

Leidy Leguizamón, una joven de 24 años de Caracas, cruzó en julio la frontera con su hijo Jacob y confía en llegar a Bogotá, Medellín o Cali cuando ella y su padre Luis hayan ahorrado lo suficiente para poder pagar los billetes de autobús. “En casa, todo el mundo se pelea por un poco de arroz”, dice en una cola para conseguir comida en un refugio benéfico en una iglesia que ayuda a los venezolanos que acaban de llegar. “El salario mínimo no da lo suficiente para comer”. 

Como muchos de sus compatriotas, Luis está muy delgado a causa de lo que llaman de forma sarcástica la “dieta de Maduro”. Según un estudio de tres universidades de Caracas, el 74% de los venezolanos ha perdido peso desde que comenzaron los problemas de abastecimiento de comida en 2014. La malnutrición está muy extendida, según varias ONG. 

Al igual que la mayoría de los venezolanos en Colombia, los Leguizamón no cuentan con permisos de trabajo, por lo que deben conformarse con trabajos menores, como vender dulces y cigarrillos en la calle, o la construcción. Pero eso es mejor que la alternativa, dice Luis Leguizamón: “Prefiero tener hambre aquí, donde hay una alternativa de ganar algo, que allí”. 

Actualmente, hay unos 300.000 venezolanos en Colombia, según las estadísticas de Acnur de julio de este año. En 2017, 50.000 venezolanos han pedido asilo en todo el mundo, casi el doble que el año anterior, aunque muchos de los que cruzan la frontera en Cúcuta prefieren no comunicarlo a las autoridades. 

“Cada día, vemos que pasan unas 25.000 personas por la frontera”, dice un guardia fronterizo colombiano. “De ese número, aproximadamente un 10% pide que se selle su pasaporte y se dirige al centro del país o a otros países”. 

Colombia anunció hace dos semanas que concederá la residencia temporal a más de 150.000 venezolanos que entraron en el país legalmente hasta el 25 de julio y que superaron el tiempo marcado por sus visados. Tendrán derecho a trabajar y recibir ayudas sociales. Otros 100.000 que se calcula que pasaron al país ilegalmente no están cubiertos por esta medida. 

Al no haber un departamento específico de la Administración con responsabilidad sobre los migrantes, de entrada son las ONG y organizaciones religiosas quienes se ocupan de ellos. 

La Red de Migración Internacional Scalabrini, una ONG italiana vinculada a la Iglesia católica, dirige un refugio en Cúlcuta, que recibe tanto a venezolanos como a colombianos. “Lo que estamos viendo en Venezuela es un círculo vicioso que no tiene fin”, dice el sacerdote Francesco Bortignon, que dirige la misión de Scalabrini en Cúlcuta.

“No se puede hablar de seguridad, sólo de inseguridad. El hambre es real. La represión contra los que quieren cambiar el Gobierno es vergonzosa”, explica para justificar por qué está llegando tanta gente a Cúlcuta. 

Junto a la crisis de los migrantes, está apareciendo también una crisis diplomática. El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, es uno de los críticos más duros del Gobierno de Maduro en la región. Maduro le ha llamado “esclavo del imperio norteamericano”. 

A pesar de los problemas en su país y de los enfrentamientos entre presidentes, los venezolanos que acaban de llegar a Colombia esperan comenzar una nueva vida. Después de hacer cola todo el día, Samuel Fernández, que era un joven voluntario en una iglesia evangélica en Caracas, casi se marea al conseguir que sellen su pasaporte en el paso fronterizo. 

Pretende llegar hasta Bogotá con una pequeña maleta llena de ropa, lo único que tenía que no ha vendido. Ahora piensa en su futuro: “Formaré una familia en Bogotá, porque no pude hacerlo en Caracas. En mi corazón sólo hay esperanza y amor”. 

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