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Historia y mito en la lucha política

Hugo Martínez Abarca

La Historia es nuestra y la hacen los pueblos

Hace unos días escribía un sugerente artículo en eldiario.es Sebastián Martín que, con su habitual inteligencia y honestidad intelectual, se cuestionaba sobre los riesgos de construir una representación de la Historia (esto es, una memoria) como instrumento político incluso como instrumento político emancipador. Lo hacía a partir de un apunte mío sobre la disputa del Dos de Mayo dentro de una reflexión más general sobre la que escribí hace algunos años bajo el título Otra memoria de España es posible.

Sebastián Martín expresaba sus inquietudes sobre la relación entre la academia (el historiador) y la política. Tal inquietud es más que lógica especialmente viniendo de un académico que además como ciudadano es consciente de su compromiso político. Y es una inquietud que no se puede despachar con brocha gorda sino que nutre buena parte de las reflexiones al menos del último siglo desde que fuimos conscientes de que existía algo así como el intelectual orgánico. En ninguno de esos artículos yo proponía distorsionar la investigación académica ni mentir sobre la Historia. Sobre lo que sí quería llamar la atención es sobre el carácter políticamente performativo de la representación histórica hegemónica.

Parece un hecho difícil de cuestionar que desde hace mucho tiempo la memoria que se ha construido de España es una memoria de lo reaccionario, de un país en cuyo ADN está el atraso intelectual, las tinieblas, las cadenas y la superstición. Desde las Cartas Persas de Montesquieu al Spain is different de Manuel Fraga nos han convencido de que Europa (como sinónimo de la Ilustración) termina en los Pirineos, que la Historia de nuestro país es la del hilo que va de Santiago y cierra España a José María Aznar.

Evidentemente este es un relato mítico que funciona poniendo el foco en determinados episodios de nuestra Historia (o incluso de nuestras leyendas) y arrojando sombras sobre los numerosos ejemplos contrafácticos que permitirían hacer un relato antagónico: el de una España de convivencia y emancipadora. Evidentemente la historia de ningún país es unívoca. Incluso un mismo acontecimiento histórico puede resultar tan complejo como para situarlo como ejemplo de reacción (¡vivan las caenas!) o de vanguardia emancipadora (¡Patria no existe donde sólo hay opresos y opresores!): pocos ejemplos de complejidad interpretativa hay como la (muy posteriormente llamada) Guerra de la Independencia cuyo símbolo más importante es el Dos de Mayo; por eso su representación lleva prácticamente dos siglos en disputa.

No creo que ello cuestione el papel de la academia del mismo modo que constatar que las encuestas condicionan la vida política no supone pedir falta de rigor en los sociólogos sino tomar conciencia de ello, estudiar mucho y rigurosamente y usar lo aprendido para los objetivos políticos. Ambas disciplinas tienen un papel político cercano: nos gusta sumarnos al caballo ganador y esa es la razón por la que se publican y difunden determinadas encuestas pero también por la que se instala una memoria hegemónica que nos sitúa como un pueblo que de forma natural quema herejes en las hogueras y cuyos episodios emancipatorios son una anomalía contra la que nuestro país genera anticuerpos que hacen estériles y estrafalarias las propuestas modernizadoras de nuestro país. Ello no es una construcción académica sino política aunque obviamente la frontera entre los dos ámbitos es difusa y compleja.

Quizás más relevante en el momento actual sea la discusión que también plantea Sebastián Martín sobre si la lucha por la emancipación pasa por el impulso de determinados mitos (entendidos como construcción de sentido compartido, lo que últimamente llamamos relato) o por la refutación de todos ellos. La pregunta evidentemente no puede ser si hay mitos verdaderos o falsos sino si existe la posibilidad de hacer política sin mitos y por tanto si podemos encontrar mitos útiles, es decir, susceptibles de ser usados para la emancipación.

Ello no se refiere sólo (ni en primer lugar) a los mitos históricos. No hay movimiento político en la historia que no se haya fundamentado en un sujeto político sobre el que se construye una identidad política: desde Dios y la Corona a la clase obrera, la raza, el género, el individuo o la nación. Y el sujeto político siempre es mítico, unas veces porque directamente nacen del invento y otras (como en la mayoría de los sujetos modernos) por colocar el foco en determinados rasgos diferenciadores en lugar de en otros. No hay política sin sujeto político y no hay sujeto político que no sea fruto del mito entendido, insisto, como construcción de sentido compartido (incluso a partir de hechos digamos objetivos, esto es, de la verdad), es decir, en el mismo sentido que apelamos a la resignificación o construcción de memoria. Todos esos sujetos (salvo el individuo, lo cual lo hace más eficaz como mito de apariencia no mítica) son comunidades imaginadas en el sentido que definió Benedict Anderson pensando sólo en las naciones pero que vale para cualquier sujeto colectivo que supere el ámbito de la familia.

Incluso un mismo mito puede ser la base para la liberación o para la opresión en función de cómo se use. Así el individuo puede ser usado como sujeto revolucionario sobre el que se construyen las primeras declaraciones de derechos humanos o como instrumento para el saqueo de las mayorías sociales en favor de unas ínfimas minorías. Incluso la raza, que tanto horror nos ha traído, puede ser un mito emancipador en manos de los movimientos sociales de negros oprimidos o de colectivos indígenas. En cierta forma la asunción de que los mitos son instrumentos que pueden ser útiles fue incorporada por el marxismo del siglo XX cuando la ideología pasó de ser el lastre a combatir que era en su origen a un instrumento imprescindible a disputar en la lucha por la hegemonía.

De entre esos mitos hay uno, el pueblo, sin el cual no cabe imaginar la democracia: sin pueblo no hay gobierno del pueblo ni tiene sentido hablar de autogobierno colectivo. Por simplificar: las elecciones no pueden ser otra cosa que un mecanismo para traducir a una supuesta voz colectiva (la voz del pueblo que determina, al menos, qué gobiernos tienen legitimidad originaria) el agregado de una forma de expresarse de cada votante. El pueblo es una comunidad imaginada, claro, y por tanto un mito. Pero si entendemos que la democracia es un proyecto a defender necesitamos sustentarlo en la existencia de un pueblo sin el cual la democracia es simplemente un sinsentido.

Partiendo, pues, de la necesidad para hacer democracia de construir el sujeto político “pueblo” necesitamos dotarlo de un sentido emancipador. Ahí es donde juega un papel fundamental la memoria hegemónica: pocas cosas generan raíces más férreas que la memoria en cuanto que transmite la construcción de una suerte de genes de ese pueblo. Que la naturaleza de nuestro pueblo sea reaccionaria, tenebrosa, preilustrada y supersticiosa de toda la vida es una construcción que ha estado en la base de nuestras derrotas históricas hasta el punto de que nuestros luchadores por un país más libre y avanzado fueron afrancesados y antiespañoles frente a la verdadera España. Gracias a la potencia de esa memoria hegemónica hemos llegado a sentir vergüenza de decir ‘España’ como asumiendo que el propio nombre de nuestro país fuera una palabra del enemigo.

Una de las enseñanzas del periodo de rebelión popular que empezó a cristalizar el 15M de 2011 es que debemos de dejar de lamernos las heridas de forma melancólica y resignada y que tenemos que poner los cimientos para un cambio histórico en clave emancipadora. Y que para ello debemos romper con las inercias de todo tipo que nos llevaron de derrota en derrota: una de ellas, fundamental, fue regalar la construcción de sentido histórico de nuestro país a quienes querían mantenerlo sometido y saqueado. Hay muchos frentes de disputa para lograr un cambio de profundas raíces en clave emancipadora, pero sin duda uno crucial es el de la memoria, el de convencernos de que nuestro pueblo tiene en su seno tanta potencialidad transformadora como decida tener.

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