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Rechazo del CETA (sin “cetafobia”)

El presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, el presidente de Canadá, Justin Trudeau, el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, la comisaria de Comercio en la Comisión Europea, Cecilia Malmström y el primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico, tras la firma del acuerdo CETA.

José Antonio Pérez Tapias

Miembro del Comité Federal del PSOE —

Cuando el TTIP hizo mutis por el foro, el CETA ocupó la escena. Entre tratados anda el juego. Así, el Tratado de Libre Comercio entre Canadá y la UE toma el relevo como “hermano menor” –comparten los mismos genes neoliberales– del Tratado de Libre Comercio entre EEUU y la UE, una vez que este fue sacado del terreno de juego por el manager Trump, en consonancia con la que es su “estrategia” nacional-capitalista –de ninguna manera alternativa a la globalización en curso–.

El protagonismo ganado por el CETA, que no era el previsto, toda vez que el guión le otorgaba un papel secundario, y en cierto modo parasitario del desplazado TTIP, revela a la vez que su recorrido a este lado del Atlántico no ha sido muy diferente de lo que era la trayectoria del tratado que se preparaba con EEUU. Todo ha sido aprovechar las posibilidades de ocultación de las negociaciones llevadas a cabo tras las bambalinas para que el secretismo permitiera ir trenzando un acuerdo de cientos de páginas hasta depositarlas, con la misma opacidad que han acompañado a su redacción, ante los diputados y diputadas del Parlamento Europeo. Todos los ardides acumulados en su elaboración no impidieron que el debate en el Europarlamento fuera vivo, arrojando un resultado de 408 votos a favor, 254 en contra y 33 abstenciones. Fue significativo cómo se dividió el voto en el grupo socialista de la Eurocámara: 90 votos a favor –entre ellos, en ese momento, todos los de los socialistas españoles– y 80 sumando abstenciones y los más de sesenta en contra, como fue el caso de socialistas franceses, belgas, austríacos, polacos y parte de los eurodiputados socialdemócratas alemanes, italianos o de los laboristas británicos.

En el Paramento Europeo así quedaron las cosas a la espera de la ratificación del CETA por los parlamentos nacionales y de la resolución sobre el mismo que pueda dar el Tribunal de Justicia de la UE. Y por lo que pueda pasar en el Parlamento español, el Comisario europeo de Asuntos Económicos, Pierre Moscovici, se deja venir por España con una tarea: evitar que el PSOE se posicione en contra del CETA, enalteciendo no solo las supuestas virtudes del Tratado, sino declarando con vehemencia que ser de izquierdas no es estar contra la globalización –todo un enunciado cargado de mensajes falaces por cuanto se soslaya cómo es la globalización realmente existente y se oculta que apoyar sin más esa globalización, tal como se promueve en el CETA según nos llega, es de derechas–.

Moscovici, que viene del Partido Socialista Francés, pasa por alto los posicionamientos en contra del CETA en el seno del eurogrupo socialista, soslayando que las razones para ello son fuertes, hasta el punto de dar pie a una división muy notoria. Destaca en cuanto a la exposición de dichas razones la enfática presentación de las mismas por parte de Paul Magnette, líder del Partido Socialista que, en Bélgica, logró frenar el CETA en el parlamento de Valonia. Los motivos fueron expuestos clara y meridianamente y así han de ser recogidos, sin pretender confundirlos torticeramente con los que se aducen desde posiciones ultranacionalistas que por la derecha también se oponen al CETA.

Cuando en España el PSOE reformula su posición respecto al CETA se hace eco de los argumentos que se han formulado contra dicho Tratado cuestionando aspectos sustanciales del mismo, como se ha hecho desde la izquierda y por parte de muchas voces de la ciudadanía y así como de numerosas organizaciones de la sociedad civil. Por ello, en la resolución aprobada en el recientemente celebrado XXXIX Congreso Federal del PSOE queda recogido como planteamiento del partido una declaración de este tenor: “Un comercio y una inversión al servicio de un empleo decente y sostenible. Tras el fracaso del TTIP entre Europa y EEUU, Europa debe plantear una alternativa tanto al neoliberalismo como al proteccionismo. Los mega-acuerdos comerciales deben insertarse en una estrategia económica pan-europea más amplia, de desarrollo sostenible, política económica expansiva, apoyo público a la I+D+i por encima del 3% del PIB europeo, y siempre en una clave más social: nuevos empleos de calidad y redes de protección y reciclaje para los sectores perdedores. Ello exige una vigilancia especial del cumplimiento de las salvaguardas sociales y ambientales en todo tratado comercial futuro”.

A la vista de tales palabras, que implican una reflexión colectiva absolutamente pertinente, a nadie debería sorprender –y menos a la secretaria general del PSOE–A y presidenta de la Junta de Andalucía–, que el PSOE actúe de forma consecuente modificando la posición anteriormente defendida tanto en el Parlamento Europeo como en la Comisión de Exteriores del Congreso de los Diputados. Las razones para que el PSOE cambie su actitud y su discurso ante el CETA no son, pues, nada baladíes.

Todo lo contrario, como ha dejado bien claro Cristina Narbona en recientes intervenciones en medios de comunicación. La nueva presidenta del Partido Socialista, con la claridad discursiva y la contundencia argumentativa que le caracterizan, ha desgranado las fuertes objeciones que justifican que no se apoye el CETA. Para vencer las graves reservas frente al mismo no son suficientes las mejoras introducidas en determinados aspectos ciertamente importantes, como los relativos a los mecanismos de arbitraje en los conflictos que se presenten entre los intereses de grandes empresas transnacionales y los que los Estados puedan defender en aras de los derechos de sus ciudadanas y ciudadanos.

Por más que se hayan introducido ciertas pautas más presentables a la hora de designar jueces para esos procedimientos de arbitraje, no dejan de estar ubicados en agencias cuyas resoluciones se superpondrían a la legislación de los Estados. A tal escollo jurídico, contra el que pueden estrellarse derechos de los ciudadanos como consumidores o relativos a la protección de la salud, derechos laborales de los trabajadores o derechos medioambientales, no cabe responder con una supuestamente bienintencionada alusión a los miles de millones de crecimiento del PIB que acarreará como beneficio el comercio con Canadá impulsado gracias al CETA –¿a costa de qué, distribuido cómo, en una Europa muy desigual y no ajena a relaciones coloniales en su seno entre metrópolis y periferia?–.

Narbona no ha dejado de subrayar lo que la misma Comisión de Empleo del Europarlamento puso de relieve: la vía libre al CETA, tal como está, puede suponer vía libre para la pérdida de 200.000 empleos en la UE. Igualmente acierta al llamar la atención sobre la reducida atención que se presta a productos con denominación de origen, limitada a una selección de lo más restrictiva, perjudicial para muy señalados sectores productivos españoles, por ejemplo. Y tras insistir en las características de un tratado que cuida mucho más no sólo los intereses de las empresas que los derechos de los individuos, sino que además protege más los intereses de los inversores extranjeros que las inversiones del capital autóctono, todo es acumular argumentos que hilvanan premisas para una conclusión, la cual literalmente dice así: “sería deseable que no se volvieran a plantear tratados internacionales de esta naturaleza”.

Una conclusión como la citada no admite que la respuesta al CETA se quede en la ambigüedad, en las medias tintas o en los paños calientes. Y ello reconociendo que en el tratado en cuestión hay medidas positivas. No todo es negativo, por ello cuando se critica no es en virtud de ningún ataque de “cetafobia”. Se critica para que la regulación del comercio internacional en el mercado global en el que nos movemos sea justa y sin trampas. Y eso hay que decirlo reconociendo a la vez que Canadá no es EEUU –aunque el CETA suponga hoy por hoy un camino expedito para que empresas estadounidenses asentadas en su vecino del norte entre por vía canadiense en Europa– y felicitándonos por la distancia entre Justin Trudeau y Donald Trump, a favor del primero, obviamente.

Pero no olvidemos que el capital, desde cualquier lugar y en cualquier latitud, pone en juego transnacionalmente toda la inteligencia económica a su favor y que nosotros estamos obligados a, por lo menos, equilibrar eso poniendo en juego toda nuestra inteligencia política a favor de los derechos de los individuos y de los pueblos. Ante un CETA que requiere mejoras sustanciales, razones de justicia obligan aquí y ahora a votar “no”. La abstención en relación a ello, con lo que podría suponer de distanciamiento respecto a posiciones neoliberales, no dejaría de ser una estación intermedia que al socialismo español le dejaría en un lugar inhabitable.

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