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Último adiós de los 'sinbanco'

El presidente del Banco Santander, Emilio Botín, durante de la presentación de resultados del ejercicio 2013 de la entidad bancaria. / Efe

Maruja Torres

Lo dije este miércoles en un tuit, y lo repito aquí. Las gentes del Partido Popular –me gusta llamarles “gentes”, al estilo Julio Iglesias, creo que corresponde a su grandeza– no deben desolarse, ni siquiera los más acérrimos, ante la desaparición de Ana Botella en el panorama de sus alcaldables. Disponen ellos, escribí y mantengo, de un interminable fondo de armario de damas del ropero y de otras variedades de mitad esposa, mitad soldado, capaces de defender en la capital del Reino, de zarpazo en zarpazo y hasta la oclusión de intestinos final, cuantas esencias y valores el partido representa. Ni ellos, ni nosotros, debemos preocuparnos.

Lo que a mí me pone tensa hoy es haber descubierto mi alma negra. Y es que ante la muerte de un banquero no he sido capaz de tenderme en el suelo y orar, y eso que Emilio Botín era –y sus herederos siguen siéndolo– acreedor devenido en accionista del diario en el que antaño pernocté. Pero es que no estoy acostumbrada a que los banqueros traspasen. Mucho más hecha me hallo a que lo hagan los grandes actores y actrices, los estupendos directores, los magníficos fotógrafos, las extraordinarias escritoras, los estremecedores narradores… En fin, gente que, en comparación, nada ha hecho por la humanidad.

Habituada a recordar a los prescindibles, a los desechados por estas gentes, ignoro en qué consiste la loa a esos hombres que supieron construir un imperio y llevar el nombre de España más allá de nuestras fronteras –Suiza, por ejemplo– y que, no contentos con ello, siempre echaron una mano a los medios de comunicación endeudados, a los exmandatarios que iban por ahí dándose cabezazos como topos, en busca de una puerta giratoria, a ese hoy doliente don Isidoro de El Corte Inglés, al que compró nuestras tarjetas de compra a crédito para que no se viera en la miseria. Un hombre, don Botín, al que no le dolían prendas para arrancar el indulto de Alfredo Sáez. En fin, tantas obras y tanto bien, un mecenazgo el suyo de tal altura, que una no se siente a la ídem, ni puede imaginarse pergeñándole una necro en condiciones.

¿Qué podemos hacer nosotros, los sinbanco, en homenaje a este hombre que repartía su generosidad a bolsas llenas, y que nunca pedía nada a cambio, posiblemente ni morirse? ¿Comprarle una corona colectiva? Poco me parece.

Andad, hijos míos, coged la Visa y acercaos a un cajero automático del Santander. En la medida de lo posible, dedicadle una comisión póstuma.

Seguro que eso sí lo agradece.

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