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Yo no conozco a Rodrigo Lanza

Silvia Villullo, Rodrigo Lanza y Mariana Huidobro. /ENRIC CATALÀ

Sabina Urraca

Hace unos días, al ver a través de una ventana el salón de una casa del barrio de Usera, tuve el recuerdo súbito del salón de la casa en la que viví cuando tenía tres años. La misma moqueta marrón, las mismas sillas plegables de madera, la luz incidiendo de la misma forma sobre los muebles. Recordé que ese era el salón en el que había sufrido una caída y me había hecho una herida en la cara. Reproduje en mi cabeza la escena del accidente: el cuerpo de un bebé de tres años -yo- saltando desde un sofá y golpeando contra la esquina de una cómoda. El recuerdo me sobresaltó, porque había algo cinematográfico en él. Sucedía a cámara lenta. Y sospeché de mí. Tuve que reconocerme que mi recuerdo, probablemente, no era más que una creación, un constructo audiovisual memorístico fabricado con la colaboración de las personas que estaban en ese momento allí, viéndome caer: mis padres. Nos marchamos de esa casa pocos meses después de aquella caída, pero conservamos, en el álbum familiar, fotos del salón. Cada vez que las vemos se habla de aquella caída, se explica con todo detalle cómo tuvo lugar, hasta el punto que he sido capaz de fabricar un falso recuerdo, basado en testimonios, de aquel momento. Supongo que casi cualquier lector tendrá en su cuerpo la cicatriz infantil, suavizada por el paso de los años, de un pequeño accidente que no recuerda, pero que cree recordar. Otra gente nos contó nuestro propio recuerdo, y, como es natural, nos lo apropiamos.

En estos días leo sobre Rodrigo Lanza. No voy aburrirles contando su historia, o la historia de él que nos han contado, porque a ustedes también les habrá sido relatada una y otra vez, en varias de sus múltiples versiones, a través de los medios. Presunto homicidio en Zaragoza, tirantes con la bandera de España, barra de hierro, Ciutat morta, defensa propia, arma blanca, crimen de odio, dos Españas enfrentadas...

Todos estos conceptos han bailado ante nosotros durante la semana, como balas de fogueo que nos obligan a refugiarnos en un lado u otro de un mismo búnker: el de la opinión firme. No es posible quedarse fuera. Elige el lado en el que refugiarte. ¿Es Rodrigo Lanza un asesino? ¿Está, en cambio, traumatizado y trastornado por los años de cárcel? ¿Actuó en defensa propia? ¿Fue un accidente? La gente habla, segura de saber lo que este hombre ha hecho, ha pensado, ha sentido. Tanto los que lo culpan como los que lo defienden (todos con la misma saña, la violencia es idéntica en ambas direcciones), parecen saber qué pasa por su cabeza, qué sucedió exactamente en aquel bar de Zaragoza.

Yo no conozco a Rodrigo Lanza. No sé si es buena o mala persona (¿qué es ser buena persona?), no sé si es un ser lleno de ira o tuvo un desafortunado tropiezo. Tampoco conocí a Víctor Laínez, ni a los integrantes de La Manada, ni a la víctima... No soy amiga de Juana Rivas, con lo cual tampoco la traería a vivir conmigo en mi casa, tal y como tan fiera y simbólicamente se aullaba hace un par de meses, con ese convencidísmo #juanaestaenmicasa. Curiosamente, a pesar de haber leído tanto sobre Juana, no recordaba su nombre, y he tenido que buscarlo en internet, poniendo en la barra buscadora “mujer hijos custodia padre italiano maltrato”, hasta dar con su nombre y su apellido, tan cacareados en los medios hace un par de meses, casi ahogados ahora en el pozo oscuro de las noticias que han perdido frescura. Hace un par de meses, Juana Rivas era, como quien dice, un miembro de nuestras familias, una amiga, o a eso jugábamos. Ahora casi hemos olvidado su nombre. Somos, de alguna forma, como niños inquietos en un patio de colegio: establecemos estrechas amistades, nos hacemos hermanos de sangre, pero enseguida olvidaremos el pacto, cambiaremos de amigos. Cada nuevo personaje mediático que aparece y al que acogemos bajo nuestra ala o repudiamos es un apasionado romance de verano al que le dedicamos dos encendidas cartas de amor, para después lanzarlo al olvido.

Teniendo en cuenta la fugacidad de nuestras pasiones mediáticas, la cercanía que tan rápido se torna en olvido, ¿cómo podríamos estar seguros de la historia, del pasado, de los actos concretos de estas personas? Sin duda, podemos aproximarnos a la Verdad, pero nunca asegurarla dando con los puños en la mesa. Porque, si ni siquiera nuestros propios recuerdos de la infancia son fiables, ¿cómo podemos apropiarnos de las historias de otros, cómo afirmamos estar tan seguros de hechos que sucedieron a otras personas, en otro lugar, sucesos que han sido filtrados por jueces, periodistas, testigos que estaban allí?

Algunas veces, como periodista, recibo con insistencia la invitación a opinar sobre estos “temas de la semana”. Hay cierta histeria en esta petición. ¿No piensas opinar sobre esto? ¿No te interesan estos temas? Claro que me interesan, respondo. Pero me quedo paralizada a la hora de emitir un juicio sobre ellos. Pienso que lo único que podemos hacer es merodear alrededor de estos sucesos, rodearlos y especular sobre ellos, con el mismo escepticismo con el que miramos nuestros propios recuerdos, sin estar seguros de si esa nitidez de la imagen mental se debe a nuestra capacidad de captar el pasado o a las palabras de nuestra madre mientras nos muestra una foto, contándonos algo que nos sucedió en un salón que en realidad no recordamos, en una casa que creemos recordar, pero que sólo hemos construido a partir de las palabras de otros, cuando teníamos tres años. Porque la distancia que nos separa de esa muerte en un bar de Zaragoza es la misma que separa a nuestro yo del presente de nuestro yo de tres años cayéndose y haciéndose una brecha en la frente en un salón que no recordamos. Al fin y al cabo, el mundo y todo lo que en él sucede, no es más que una casa muy lejana de la que otros -los medios, la gente- nos hablan, aunque nosotros creamos firmemente conocerla, haber estado allí.

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