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Díaz Ferrán pide un caballo para escapar del extrarradio

Miguel Roig

La lectura, con respecto al entretenimiento, es una actividad relegada al extrarradio. ¿Qué puede hacer una novela frente a la centralidad de una serie? Además, al igual que los habitantes del extrarradio, el hábito de leer ha suscitado siempre suspicacias. Shakespeare ya lo apuntaba en Julio César, cuando el mismo César en un despectivo comentario despacha al senador Casio sentenciando: “Lee demasiado”. También sabemos del destino que le proporcionó la lectura a Madame Bovary, quien creyó ver en las novelas una realidad mejor que la que le tocó en suerte y, menos conocido pero no por ello de inferior calado, el personaje aquel de Las Palmeras salvajes de Faulkner, el presidiario que intenta perpetrar un robo y fracasa estrepitosamente sin comprender lo que ha sucedido. Pobre iluso, había basado sus planes en las lecturas de los pulps de la época (el colmo ya: la novela de aventuras como un extrarradio de la alta literatura) y se sentía absolutamente estafado por la lectura. Aquel preso, cuando tiene la posibilidad de huir, elige, sin dudarlo, la cárcel. ¿No es también la cárcel otro enclave del extrarradio social?

Elvira Navarro argumenta que los cementerios son propios de los bordes urbanos, alejados ex profeso de la mirada, pero que la ciudad, inmersa en su propia dinámica, al crecer los engulle y les priva de marginalidad. Las cárceles están a salvo de esta abducción. Cuando la ciudad las rodea, se escabullen del abrazo y escapan para seguir siendo un apéndice, un hecho aislado, habitando extramuros del contrato social. El cierre de la cárcel de Carabanchel en Madrid y el futuro traslado de la Modelo de Barcelona, pospuesto por la crisis, lo demuestran.

En la cárcel de alta seguridad romana de Rebibbia, en Italia, los hermanos Taviani han registrado en un documental —que no se priva de una buena carga de ficción— el montaje de Julio César de Shakespeare por parte de los habitantes del presidio: César debe morir. El teatro, al igual que la poesía —ya lo dijimos de la lectura— también tiene como destino final el vertedero donde se van abandonando actividades y conductas, con lo cual pareciera que el extrarradio se va convirtiendo en una suerte de juego de matrioskas que van apareciendo según abrimos: la cárcel, el presidiario, la lectura, el teatro y según avancemos, de manera natural, llegaremos también a la escritura, y todo sin salir de los muros del presidio.

Los hermanos Taviani, octogenarios ya, demuestran cámara en mano y siguiendo los pasos de los presos una radicalidad y una capacidad para exhumar del vertedero no ya el talento sino el sentido que puede ayudar a entender el supuesto centro. La tragedia de Shakespeare se torna humana, carnal, viva en la piel de esos hombres que confunden ficción y realidad. El actor que representa a César se enoja en el plano de lo real con su compañero que interpreta al senador Decio y le increpa mezclando sus propias contradicciones. El presidiario que repasa su papel de Bruto le comenta al compañero de celda: “En esos tiempos no se podía ser feliz en Roma”, a lo cual, el otro le responde, “En mi país, Nigeria, tampoco ahora se puede ser feliz”.

Un recluso, acostado, mira el techo y musita: “Deberían llamarnos los guardianes del techo, no prisioneros. Estamos en nuestras camas, mirando hacia arriba, siempre, todo el día, casi todo el día. Si te ponen en la litera más alta, puedes ver el techo. Lo ves, le hablas, lo tocas…”. ¿Hablará el empresario Gerardo Díaz Ferrán con el techo de su celda? ¿Habrá tenido la suerte de conseguir una litera y desde ella, recostado, se sentirá guardián del techo?

Sabemos por la prensa que está empezando a escribir “unas memorias o unas reflexiones”, con lo cual acompaña el desplazamiento físico al extrarradio con un movimiento del centro de los negocios al borde intelectual. Cuesta un poco más imaginarlo en un taller de teatro, pero no mucho si nos remitimos a los protagonistas de la película de los Taviani, ya que como ellos, en lugar de encorsetarse en un personaje, posiblemente se entregue a la liquidez de entrar y salir de él, de manera confusa, tal como le ocurría en el centro mediático que ocupaba. Cuando, por ejemplo, olvidaba el papel de empresario y declaraba que él jamás elegiría para volar Air Comet, su compañía aérea, o que Esperanza Aguirre era “cojonuda”, o cuando fue capaz de decirle al juez que las decisiones financieras de su empresa estaban en manos de su socio fallecido, según informó en su día la prensa. Aquí se ve la talla del intérprete y tal vez, si por ejemplo alguien emprendiese una tarea similar a la de los Taviani y entrase con las cámaras a la cárcel de Alcalá Meco, lo apropiado para Díaz Ferrán no sería Julio César sino otro Shakespeare, Ricardo III, alguien hábil para moverse en la maquinaria del poder, sin la luz de César pero con toda la oscuridad para acariciar lo que anhela llamando “cojonuda” a Lady Ana, viuda del Príncipe de Gales a quien Ricardo asesinó. Al igual que a Bruto en Julio César, los fantasmas aparecen aquí antes de la batalla final. El fantasma del Duque de Clarence le echa en cara a Ricardo haber sido traicionado a muerte por su astucia —vibraría Díaz Ferrán ante esta aparición— y pronuncia las palabras que dan título a la conocida novela de Javier Marías, “Mañana en la batalla piensa en mí, / y caiga tu espada sin filo”. Ya perdido, Ricardo, sin su caballo y combatiendo a pie, clama: “Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”

En el documental de los Taviani, un presidiario, acostado, clava su mirada en el techo:

“Francesco, hijo mío, estoy tratando de ver tu rostro en el techo; no puedo hacerlo hoy, pero estoy tratando. Trato”.

En el techo de su celda, ¿qué es lo que tratará de ver Díaz Ferrán? Puede que el rostro de un ser querido. Tal vez una voz que pida un recuerdo para sí cuando le toque estar, mañana, en la batalla judicial. O quizás un caballo, un simple caballo que lo saque de ese extrarradio brutal al que lo han llevado unos aviones en los que no quiso volar nunca.

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