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La independencia de los reguladores bancarios y sus consecuencias

Regulación

Jacint Jordana / Guillermo Rosas Ballina

Es frecuente leer o escuchar entre expertos y creadores de opinión que muchos problemas de políticas públicas se pueden resolver dando más independencia a los profesionales que, desde el ámbito público, son responsables de gestionar tales políticas. En ocasiones se propone que la mejor receta para resolver los complejos problemas de la democracia es separar completamente las decisiones “técnicas” de las políticas. El supuesto implícito es que las decisiones públicas son de mejor calidad cuando se las elimina de la esfera política. Desde el punto de vista de la legitimidad democrática, estas propuestas son sin duda discutibles, y sólo se compensan, por lo menos en parte, si existen los mecanismos de control y rendición de cuentas adecuados. Nuestro argumento, no obstante, es que la independencia no lo resuelve todo, y a veces no sirve para nada.

No planteamos aquí un argumento general contra las garantías de independencia en cualquier entidad u organización pública. Hay muchos casos en los que existen argumentos razonables a favor de su introducción. Los políticos y los legisladores pueden proteger a servidores públicos no electos para que puedan tomar decisiones comprometidas, si consideran que es el mejor camino para conseguir buenos resultados en términos de política pública. Atándose a sí mismos para hacer más difíciles determinadas decisiones futuras, los políticos evitan algunas de las trampas que genera la democracia, como la intensa competencia por atraer electores, el inmediato peso de la opinión pública, o el descuento rápido del futuro en función del ciclo político. No solo en el mundo de la política se hacen estas cosas. El diseño de mecanismos de decisión para no sucumbir a tentaciones futuras se encuentra presente en muchas esferas de nuestras vidas, tanto pública como privada, como nos ha recordado frecuentemente Jon Elster, y es comprensible que se utilice este tipo de mecanismos para hacer que la democracia funcione adecuadamente.

Nuestro planteamiento se centra, no obstante, en el peligro que implica generalizar las potenciales bondades de la independencia. Igual que ésta tiene algunas ventajas, también genera nuevas dificultades. Sabemos desde hace tiempo que la estabilidad de los servidores públicos, al margen de la alternancia política, tiene efectos positivos para el buen funcionamiento de la administración pública. Sin duda es así, pero hay que saber distinguir la puesta en práctica de las políticas de las decisiones que las impulsan, que a menudo tienen componentes que no son puramente técnicos. No es una línea fácil de trazar, por descontado, ni se ve del mismo modo en todas partes. Hay que reconocer, sin embargo, que definir esta línea constituye un enorme foco de tensión, a menudo con presiones desde ambos lados. Igual encontramos responsables políticos obsesionados en decidir los detalles de la gestión pública, que profesionales y burócratas que desean imponer sus propias prioridades políticas. No vamos a resolver aquí estas tensiones, pero si podemos apuntar que reclamar la independencia puede ser parte de la lucha para redefinir la distribución del poder en el interior del mundo público, y encontrar zonas de confort que eviten la tensión entre el control político y la capacidad técnica.

A partir de estas reflexiones, podemos volver a nuestro principal argumento: independencia, la necesaria. Una investigación reciente que hemos llevado a cabo nos permite ilustrar este punto de vista. En primer lugar, confirmarnos la extraordinaria difusión del modelo de regulación bancaria basado en agencia separada del gobierno (sea asumida por el banco central o como agencia autónoma, separada de este). El gráfico 1 nos muestra cómo se fue expandiendo este modelo a lo largo del siglo XX y principios del actual, así como la adopción de un estatus como agencia independiente en muchos casos.

Seguidamente, analizamos los modelos institucionales de regulación bancaria en más de 80 países en todo el mundo, en relación con su capacidad para evitar la aparición de crisis bancarias. Encontramos que la independencia no asegura una mayor protección frente al riesgo de crisis bancaria en todos los casos. Ello no quiere decir que las agencias de regulación bancaria independientes aumenten el riesgo de una crisis bancaria, simplemente que no hay evidencia de su efectividad. De hecho, encontramos que otorgar más independencia a los reguladores bancarios es un buen remedio para aquellos países donde el poder político está muy concentrado, pero no tiene ningún impacto en aquellos países donde está muy fragmentado. Son los países con un régimen presidencialista y un parlamento débil, o los regímenes parlamentarios con frecuentes mayorías absolutas de un solo partido político (el caso de España, dicho de pasada), los que más beneficios pueden obtener de otorgar independencia a sus agencias reguladoras. En los países donde el poder político se encuentra bastante fragmentado (como por ejemplo los EEUU), otorgar mayor independencia a los reguladores inclina un poco más a su favor la tensión entre técnicos y políticos (incluyendo legisladores) que antes mencionábamos, sin necesariamente reducir la probabilidad de que el sistema bancario sufra una situación de insolvencia generalizada.

Evitar decisiones impulsivas o estrategias oportunistas puede reducir el riesgo de crisis bancarias, pero una democracia con fragmentación del poder, que requiere un proceso lento y complejo de toma de decisiones, ya constituye en sí mismo un mecanismo de freno institucional que hace redundante la independencia de la agencia reguladora. Cuando no existen tales frenos, la independencia permite a la agencia ejercer de substituto funcional. Sin duda, en una situación de concentración de poder, también la propia agencia puede ser arrollada, si el impulso o el interés político son muy grandes. No obstante, el coste político, el tiempo requerido y el esfuerzo necesario para clausurar una agencia de regulación o revertir sus decisiones son importantes frenos, que sitúan a la agencia en unos márgenes de estabilidad relevantes, especialmente si su rendimiento es bueno. En este sentido, el riesgo de desmantelamiento (por parte del poder político) de una agencia reguladora como castigo por no cumplir su mandato constituye un fuerte estímulo para realizar sus tareas lo mejor posible. Por el contrario, en aquellos casos en los que una agencia independiente percibe que el riesgo de intervención o desmantelamiento es muy reducido, puede relajar el nivel de esfuerzo necesario para alcanzar sus objetivos, dada la menor presión percibida y mayor seguridad de su zona de confort.

Paradójicamente, la existencia de múltiples centros de poder hace menos efectiva la independencia de las agencias reguladoras, precisamente porque la independencia misma es más creíble. En estas circunstancias, aumenta la pasividad de la agencia frente al riesgo; y además, la existencia de muchos centros de poder limita la probabilidad de decisiones impulsivas (lo que aún relaja más a la agencia). De todo ello deducimos que la independencia de las agencias reguladoras no es una idea acerca de la que podamos proclamar simplemente que a más mejor. Hay que entender bien la estructura política de un país, su estructura de pesos y contrapesos institucionales, así como las características del sector en que opera la agencia, incluyendo la visibilidad de sus intervenciones—o de su impasividad—para apuntar los requisitos de independencia más adecuados. Así, por ejemplo, concluimos con el vaticinio de que, ahora que el Banco Central Europeo es también regulador bancario, no se derivarán mayores ventajas o beneficios públicos en el ámbito bancario de su extraordinario nivel de independencia.

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