¿Es medible la calidad democrática?
La medición de los rendimientos de cualquier sistema democrático nunca es una tarea fácil, aunque se disponga de un amplio arsenal de instrumentos para ello. El primer gran obstáculo que se ha de sortear radica en el ámbito terminológico. Tenemos que saber de qué estamos hablando con precisión y rigor para no perdernos en demagogias inútiles y en discursos retóricos, artificiosos y huecos.
La construcción de definiciones para calificar democracias siempre estará impregnada de un fuerte contenido ideológico, y en ese sentido las palabras que se seleccionen no serán neutrales sino que serán representativas de un paradigma teórico que pretende una implantación práctica mediante una remodelación progresiva de la realidad del régimen estudiado. El caso de la democracia española no es una excepción.
Casi todo el mundo está convencido de que se trata de una de las democracias más consolidadas y avanzadas del planeta, si bien las concentraciones populares y la eclosión de movimientos sociales desde un tiempo a esta parte podrían servir de argumento en contrario (o si se quiere, de la plasmación de una narrativa diferente). La imagen que se busca expandir como país y marca es la pertenencia a un club selecto. Cualquier duda que se esparza sobre esa apreciación sería como una especie de apostasía antisistema. La contrariedad se localiza en los referentes con los que contrastamos. Es decir, ¿miramos hacia arriba o hacia abajo? Lo único que estamos en condiciones de demostrar es que nuestro régimen democrático alcanza unos estándares mínimos, y en ese sentido es homologable como democracia. Pero nada más.
Por ello, cabría plantearse algunas interrogantes fundamentales sobre la semántica de los términos a la hora de abrir un debate certero, pues será el significado concedido a las palabras el que determine los objetivos a conseguir. ¿Qué implica afirmar que una democracia es homologable? Tan solo se expresa que ese sistema parece albergar una serie de requisitos exigidos, aunque la homologación también puede ser clasificada en grados ascendentes. Esto es, mientras más requisitos cumpla un régimen, más homologable es como democracia. A su vez, esto apunta a que todas las democracias no son igualmente homologables, salvando las apariencias. ¿Cuál es el nivel de homologación de la democracia española? Si miramos “hacia abajo”, estamos cerca del suelo; en cambio, “hacia arriba” nos hace ser conscientes del camino que todavía nos queda por andar. Así pues, mencionar en exclusiva y aisladamente el adjetivo “homologable” no nos aporta nada de información, ya que se tiene que mostrar cuál es el marco de relaciones en el que nos situamos. Y, por supuesto, no es de recibo aludir en conjunto a los diversos barómetros internacionales, ya que cada uno es diferente en su diseño y propósitos. Ambos sofismas abundan para construir discursos manipuladores. Aun así y en el mejor de los casos, la homologación no sirve para mucho excepto para propaganda. Hay que dar el salto hacia la verificación positiva y creciente: no debemos contentarnos con que la democracia española cumpla requisitos sino que tales exigencias operen adecuadamente. Llegados a este punto, el dolor de cuello, de tanto “mirar hacia arriba”, se nos hace insoportable e insufrible.
Igualmente, que una democracia sea homologable no es sinónimo de “consolidada”. La perdurabilidad de un régimen democrático depende de la ponderación de muchos factores. Lo que sí parece incuestionable es que a medida que se afianza la democracia como ideal, resulta menos posible la caída del régimen. Esto nos lleva a una conclusión básica: una democracia que no se experimente como tal corre peligro. La consolidación se encuentra en razón directamente proporcional con la legitimidad percibida. Todo proceso de consolidación es una cuestión de tiempo. Cada régimen lleva su ritmo, pero no se puede eternizar porque el curso de la desligitimación es mucho más acelerado. La legitimidad involucra un equilibrio inestable entre los diversos mecanismos de control: la preponderancia o la excesiva influencia de algunos de ellos sobre el resto sembrará incertidumbre y disfuncionalidad. Se tomará la parte por el todo y serán esgrimidos como instrumentos de poder efectivo. Toda percepción en la sociedad de masas es inducida con el propósito de generar unos efectos a gran escala. ¿Qué ideal de democracia se nos está proponiendo? ¿Reforma del régimen democrático o ruptura con el sistema político imperante? ¿Quiénes saldrían beneficiados en una circunstancia u otra? ¿La reforma podría desembocar en ruptura o la ruptura sembraría las semillas de un continuismo disfrazado? ¿Qué tipo de proceso es el más conveniente para la democracia española: medidas paliativas o terapia de choque? ¿Fomentar la indefensión aprendida o formar ciudadanos? Todo estará en dependencia del régimen que se desee “consolidar”. Confiemos en que la máxima de Il Gattopardo no nos atropelle de nuevo.
Sin embargo, el factor que hace cobrar un plus de calidad a las democracias se localiza en los puentes que cada régimen sea capaz de erigir entre la consolidación y la calidad del sistema. No es descartable que una democracia sea longeva con un nivel bajo de legitimidad. Cualquier régimen democrático sobre el que, desde su diseño inicial por el poder constituyente, se blanda sobre su cabeza la espada de Damocles de la decadencia está condenado a transitar por zozobras de diversa índole, sin excluir su extinción. Incluso no estaría de más establecer una serie de cruces entre consolidación y calidad, con diversos escenarios posibles. Un esquema que llevaría a contemplar transformaciones –sustanciales o no- en el régimen, o bien simplemente cambio de régimen. Si desde el principio se ha permitido cierto tipo de conductas, el nivel de confianza en los poderes del Estado y en sus distintas instituciones político-administrativas tiende a disminuir. El pacto social quiebra y, con gran complejidad, se aceptarán medidas reconciliatorias. La democracia española está repleta de ejemplos que se reproducen una y otra vez. Digamos que estamos ante elementos que se retroalimentan y coimplican: el diseño del régimen político y la baja calidad del mismo.
La actual democracia española resiste con ventilación asistida. Pero así, ¿hasta cuándo?