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Sátira política en televisión, ¿género informativo?

Gran Wyoming

Carmelo Moreno

Un estudioso de los medios de comunicación, Geoffrey Baym, publicó en 2009 un libro titulado From Cronkite to Colbert. The Evolution of Broadcast News (libremente parafraseado al castellano podríamos titularlo como De Iñaki Gabilondo al Gran Wyoming. La evolución de las noticias en televisión). En el libro se analiza la evolución del modelo informativo y los cambios en los patrones de honestidad comunicacional percibidos en la televisión de EEUU en las últimas décadas, un modelo que podría ampliarse al resto de países desarrollados. La tesis del libro es contundente: los viejos presentadores de noticiarios en televisión, representantes de los clásicos valores del periodismo (la objetividad, el desapasionamiento y cierto laconismo expresivo), están siendo sustituidos en cuanto a notoriedad e influencia pública por los presentadores de programas de sátira política, que representan unos valores más actualizados y postmodernos del periodismo televisivo actual, donde reina la subjetividad, la hilaridad y cierta sobreactuación expresiva. Modelos como el Edward R. Murrow de la película de George Clooney que tanto agradó al ex presidente Zapatero, o modelos como el Walter Cronkite que inventó aquello de “así son las cosas” y que luego otros en España no sólo copiaron sino incluso amplificaron (¿se acuerdan de aquel periodista que acuñó lo de “así son las noticias y así se las hemos contado”), han dado paso a otro tipo de líderes informativos como son, por ejemplo, Stephen Colbert, David Letterman, Bill Maher, John Stewart o Conan O'Brien, todos ellos presentadores que conducen exitosos programas de sátira política en la televisión en Estados Unidos. En nuestro país, el ejemplo más evidente sería El Intermedio, que conduce El Gran Wyoming.

En el episodio piloto de su ya mítico programa The Colbert Report, en Octubre de 2005, Colbert manifestó que el propósito de su programa era hacer “truthiness”. Nadie sabía lo que era eso y, de hecho, creó una expectativa enorme en la opinión pública. Esa palabra ni siquiera existía en inglés aunque su popularidad se extendió tan rápidamente que ya en Enero de 2006 la American Dialectic Society, encargada del estudio de la lengua inglesa en Estados Unidos, la declaró la mayor contribución lingüística del año. En realidad, “truthiness” es un neologismo de imposible traducción al castellano (podríamos intentarlo y dejarlo en “verdacidad”). Es un juego de palabras que hace referencia a la posibilidad de inventar una verdad cómica, esto es, una verdad que no es verdadera ni falsa ni todo lo contrario. Como dicen los ingleses, “truthiness” es una “stunt word”, esto es, una palabra sin sentido y sin una definición posible, lo cual no quiere decir que sea una estupidez. De hecho, no es una estupidez en absoluto. Comparen la “truthiness” americana con la versión más castiza y menos sofisticada de este juego cómico colbertiano que propone todos los días el Gran Wyoming en su programa cuando abre la emisión con su célebre eslogan “ya conocen las noticias, ahora le contaremos la verdad”. La pregunta que habría que hacerse es hasta qué punto esta verdad cómica hispana es también una verdacidad.

En los estudios de humor a nivel internacional, la sátira política es considerada un género cómico muy controvertido y difícilmente clasificable porque es un híbrido a mitad de camino entre el puro entretenimiento y cierto afán de intencionalidad política provocadora. Tal vez por ello la sátira ha sido objeto de interpretaciones en algunos casos contrapuestas. En este mismo foro, mi colega Carolina Galais resaltaba en un post cómo la infosátira política podría ser vista de forma crítica como una confirmación del cinismo reinante y el triunfo de cierta banalidad informativa. Sin embargo, otros colegas como José Luis Valhondo en su libro Sátira televisiva y democracia en España pretenden ver en este subgénero informativo una especie de faro práctico que ilumina a la opinión pública en medio de la sobreabundancia de datos mediante una crítica auténtica, elaborada y de impacto. Estas percepciones muestran hasta qué punto la valoración de la sátira está polarizada: donde unos simplemente ven humor sobre cuestiones de actualidad otros ven información de forma humorística. Mi impresión es que ambas posiciones corren el riesgo de sobrevalorar el efecto real que estos programas tienen con carácter general. Ni son tan apocalípticos ni tienen tanto efecto benéfico.

Para hacerse una idea más precisa sobre esta cuestión, algunos estudios realizados en Estados Unidos, como por ejemplo los trabajos de Dannagal Young en el caso de las elecciones en 2000 y 2004, o los trabajos del Landreville, Holbert y Lamarre sobre la relación entre ideología y sátira política, indican que este tipo de programas tienen un impacto muy limitado en la opinión pública. Generalmente, la variable principal que más discrimina a la hora de valorar y juzgar estos programas suele ser el nivel educativo. Las personas con un cierto nivel educativo (es decir, las personas que habitualmente tienen un alto grado de información de la realidad social, económica y política a través de los tradicionales cauces serios de información más allá de los noticiarios de televisión) suelen ser más proclives a concebir estos programas como espacios de entretenimiento y su grado de disfrute y fidelidad suele estar relacionado con el nivel de sofisticación que perciben en dicho programa. Su relación con el programa es más cognitiva que emocional o ideológica, y su actitud suele ser del tipo: “si la sátira está bien elaborada, entonces me entretiene y la veo; si la sátira y los gags no son inteligentes, no importa la ideología que haya detrás, simplemente desconecto”.

Como muy bien explicaba en un post la humorista Malena Pichot desde su experiencia argentina, “se puede hacer un chiste sobre todo, incluido sobre el tema de los desaparecidos, con la condición de que sea muy gracioso”: lo importante, en el caso de personas con cierto nivel de exigencia humorística, es apreciar habilidad cognitiva, algo que sea ingenioso y sofisticado más allá del tema propuesto. Por el contrario, las personas con un menor nivel educativo (es decir, cuyo nivel de información política está conformado básicamente por la “amplia gama de programas de información” en televisión) suelen ser más proclives a concebir este tipo de programas como uno más de los programas de información, e incluso consideran que estos programas pueden llegar a informar mejor de la actualidad política que los tradicionales formatos informativos serios. En estos casos, la relación con la sátira tiende a ser más emocional e ideológica que cognitiva, y se centra en gran medida en los temas objeto de la sátira. En estos casos, el nivel de exigencia de los espectadores sobre el grado de sofisticación de los gags satíricos es menor y pueden entrar en juego otros aspectos como, por ejemplo, ciertas suspicacias a la hora de la elección de los temas que son susceptibles de intencionalidad política.

Recomiendo un ejercicio mental a cualquier lector de este post: imaginen al equipo de guionistas del programa de El Intermedio que, en lugar de hacer bromas sobre Floriano, Bárcenas o Zapatero, intentaran durante una semana elaborar, por ejemplo, gags satíricos sobre la actitud y las opiniones de los ciudadanos indignados que se movilizan todas las semanas en las calles de España contra las políticas de recortes del Gobierno de Mariano Rajoy. Imaginen el grado de sofisticación que sería necesario alcanzar para que dichos gags satíricos fueran aceptados y disfrutados cómicamente por la audiencia del programa. Este tipo de opciones humorísticas explican lo que paradójicamente podría entenderse como “el dilema trágico de la sátira”. Generalmente, todo ejercicio de sátira política tiene que elegir entre hacer humor sofisticado a costa de reducir su labor informativa o hacer información graciosa a costa de reducir el ámbito de sus temas cómicos. En gran medida, todo depende de la audiencia y de su predisposición hacia el humor propuesto por un programa satírico. Si el espectador busca humor, pedirá calidad; si busca información corre el riesgo de parecer un simplón. Obviamente, los satiristas también pueden intentar quedarse en un punto medio, pero en este último caso corren el riesgo de no satisfacer a nadie.

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