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Golpe a la transición tunecina
El atentado del pasado 18 de marzo en el Museo del Bardo, en la capital de Túnez, provocó una caída drástica en el número de visitantes en los principales destinos turísticos del país. El miedo a nuevos ataques –hecho realidad hoy con la matanza de Susa- asestó un durísimo golpe a una industria vital y sumió en la incertidumbre a una ciudadanía ansiosa de consolidar su joven democracia. El agravamiento de la situación amenaza no solo con frenar el ritmo de la tímida recuperación económica, sino también con arruinar los logros de una transición política duramente labrada.
La cuna de la Primavera Árabe es el único país del norte de África y Oriente Próximo donde las revueltas populares han dado paso a un régimen democrático más o menos estable. Tras arduas negociaciones, los principales partidos políticos consiguieron el año pasado promulgar una nueva Constitución. De las elecciones generales de octubre pasado salió un Gobierno de coalición para cinco años encabezado por el independiente Habib Essid, de 66 años.
Antes del atentado del Museo del Bardo -en el que murieron 20 extranjeros, 2 ciudadanos tunecinos y 2 atacantes-, el turismo ya se resentía del levantamiento popular ocurrido en 2011, que acabó con 25 años de régimen dictatorial de Zine El Abidine Ben Ali. La matanza de Sous puede dar la puntilla a un sector que representa, entre ingresos directos e inducidos, alrededor de un 15% del PIB, da empleo a cientos de miles de personas y supone una fuente vital de divisas junto a las exportaciones de fosfatos, productos textiles, y aceite de oliva.
A principios de junio, tres meses después de la tragedia, aún eran visibles los impactos de bala en las paredes y vitrinas del Museo Nacional del Bardo, que guarda una de las más valiosas colecciones de mosaicos romanos del mundo. En Hammamet -destino turístico de primer orden para familias europeas y lugar de vacaciones favorito de la burguesía tunecina- playas, restaurantes y hoteles estaban a la mitad de su capacidad. La caída en el número de visitantes se notaba también en la propia Susa, unos 95 kilómetros al sur, y aún más en la isla de Yerba, cerca de la frontera con la conflictiva Libia. Los grandes cruceros ya habían suspendido sus escalas en el puerto de La Goulette y los aviones de la compañía aérea nacional, Tunisair, llegaban medio vacíos al aeropuerto de la capital pese a la bajada de las tarifas.
La inestabilidad ha llevado a muchos turistas a optar por destinos en los que se sienten más seguros, entre ellos España. Según cifras del Banco Central de Túnez, las pernoctaciones turísticas cayeron un 22,96% entre enero y abril de este año comparado con el mismo periodo de 2014, y un 42,2% comparado con el año de referencia de 2010, antes del estallido de la Primavera Árabe.
El bajón del turismo afecta a visitantes procedentes de todos los países, pero es especialmente acentuado entre los españoles, según fuentes del sector. Para contrarrestar el impacto del atentado del Museo del Bardo, los grandes hoteles rebajaron sus precios y el Gobierno tunecino lanzó una costosa campaña publicitaria con el lema Yo voy a Túnez en un intento de convencer a los indecisos.
El débil crecimiento económico y el avance del yihadismo son los principales desafíos que afronta el Gobierno de Habib Essid, un experto en seguridad que fue ministro del Interior con el dictador Ben Ali. En una reciente comparecencia ante el Parlamento al cumplirse 100 días de la formación de su Gabinete, Essid prometió que las Fuerzas Armadas y la Policía tunecinas iban a dedicar todos esfuerzos a luchar contra los integristas violentos y anunció el reforzamiento de la vigilancia en la frontera con Libia, donde el Estado Islámico sigue ganando terreno. Túnez es, por habitante, el país que más combatientes extranjeros aporta al grupo yihadista en Siria.
Este país árabe de 11 millones de habitantes se ha presentado tradicionalmente como un modelo económico y político para el mundo en desarrollo. Las instituciones financieras internacionales se han volcado en elogios a las reformas adoptadas en las últimas décadas, entre ellas la liberalización de precios, la reducción de aranceles, la privatización de empresas estatales y la gestión de la deuda pública. El PIB per cápita de Túnez, que supera los 10.000 dólares, es uno de los más altos de África, y su índice de pobreza, uno de los más bajos del mundo. La economía sufrió un fuerte retroceso tras la Primavera Árabe, pero comenzó a levantar cabeza el año pasado con un crecimiento del 2,8%. El FMI pronostica que la actividad crecerá un 3% este año y un 3,8% el que viene.
Pero este alumno aventajado tiene ante sí numerosas asignaturas pendientes en el terreno económico, entre ellas la lucha contra el nepotismo heredado de la dictadura de Ben Ali, la modernización de sus sectores productivos, la mejora de las infraestructuras y el freno a la inflación. La subida de los precios ha mermado el poder adquisitivo de los tunecinos y está detrás de las huelgas que afectan casi a diario a numerosos sectores, desde el transporte a la enseñanza, e incluso de revueltas populares como la ocurrida en la ciudad sahariana de Douz a principios de junio. Productos básicos como el pollo han quedado fuera del alcance de muchas familias tunecinas; hasta el pescado es caro en un país con cientos de kilómetros de litoral.
Días antes del atentado de Susa, los tunecinos confiaban en que el tiempo borrase de la memoria de los turistas la tragedia del Museo del Bardo, como ha ocurrido en otros lugares que fueron objeto de ataques terroristas en el pasado. Su modo de vida y la consolidación de las libertades dependían, en buena parte, de que así fuera. La matanza de Susa aleja aún más esos deseos de la realidad.
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