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Así era Rubén Darío, el niño escritor con nombre de poeta que usó los libros contra su enfermedad

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Javier Ramajo

Habían sido demasiadas noches sin conciliar el sueño. La enfermedad que siempre persiguió a Rubén Darío, el niño escritor de Paraguay, llegó a término el pasado 21 de noviembre. “Al fin mi niño duerme”. Hoy 9 de diciembre tenía que haber cumplido 13 años aunque, con todas esas noches en vela, a su madre le gusta pensar que realmente vivió el doble mientras todos los demás, menos ella y él, dormían. “Al fin mi niño descansa”.

Liliana Flores exhibe esa extraña actitud mezcla de engañosa alegría por no tener que ver sufrir más a su hijo y de irreparable tristeza por haber perdido para siempre a la persona más importante de su vida. Solía decir Ruben Darío que tenía suerte, que dios le había elegido a él de entre 200.000 niños para tener histiocitosis. Se sentía afortunado de que la prevalencia de esa enfermedad rara, similar al cáncer, le permitiera tener más tiempo para refugiarse en sus libros y para leer y leer, para escribir y escribir. “Un niño adulto. Su pasión por las letras, por la historia, no tenía límites”, apunta su madre apenas sin preguntarle por él. Liliana abre su casa de la barriada de Los Príncipes, en Sevilla, para contar, aunque ya no esté, cómo fue la vida del Rubén Darío paraguayo.

No fue el nombre del poeta nicaragüense el que inspiró a su madre pero está claro que los libros fueron el mejor remedio contra la quimioterapia, los antibióticos y los corticoides que abrumaron a su hijo casi desde que nació. “De muy pequeño lloraba mucho, tenía una transpiración excesiva, pero no sabían qué le pasaba”. Su madre, quién si no, recorrió cielo y tierra para dar con la causa que impedía a su niño descansar por las noches y estar preso en la cama también por el día.

Más de 200 tumores, multitud de pruebas y una “absoluta desesperación” fueron marcando el camino. Tras pasar unos ocho meses en Argentina, ya con cinco años años, cuenta Liliana que salieron a escondidas en un avión desde Buenos Aires en busca de respuestas ciertas al mal que aquejaba a su hijo. Rubén Darío y su madre llegaron a Sevilla en junio de 2011, aunque la enfermedad presentaba un estado demasiado avanzado. 

“Siempre ha estado malito. Él no salía a la calle a jugar como los demás niños. Yo le empecé a leer cuentos y le empezó a apasionar. Con el tiempo, pero ya desde muy chico, me empezaba a dictar cuentos que se inventaba con cualquier cosa que llegara a sus manos”, recuerda su madre, a la que le cuesta hablar en pasado. “Así semana tras semana, mes tras mes, año tras año”.

El triste final ya lo conocen pero esta historia, y las historias que Rubén Darío fue escribiendo, tienen una nota alegre y optimista, la que revela con dudas su madre, la de un niño que deja como legado varios libros publicados y un solo mensaje todo aquel que se acerque a conocer cómo quiso vivir: ser optimismista y leer para gozar de verdadera libertad. “Mamá, no importa cuánto tiempo hayamos vivido sino lo que hemos aportado mientras hemos vivido, me decía”. Liliana asegura que su hijo le ha dejado mucha tarea, “mucho por hacer”, porque guarda con mimo sus escritos con la idea de publicarlos. “¡No sé cuánto más tengo por sacar!”, exclama. 'La leyenda de Esteban'  sobre la Cruzada infantil, una novela histórico-fantástica, está a punto de ver la luz, señala con ilusión Liliana, que además de madre es ilustradora de los libros de Ruben Darío. “Su máximo deseo era que todos nos pusiéramos a leer y poder ejercitar la mente a través de la lectura”.

Ruben Darío también quiso devolver a su madre todos sus cuidados, y ayudarla en vida “para que no sufriera tanto”, para con la venta de sus libros “ayudar a pagar el alquiler”. “El deseo es lo que trae el sufrimiento, me decía. Siempre vivimos quejándonos, pero tenemos que agradecer todo lo que tenemos. Él pensaba que un mundo mejor era posible a través de la lectura, del conocimiento”, repasa su madre sus palabras. “Qué desgraciados somos que un papelito -por el dinero- maneje el mundo cuando debería gobernar el amor, el compartir, el dar tu tiempo al otro”.

“Ha sido un regalo divino, porque no sé cómo he podido merecer un hijo tan maravilloso. Ha sufrido mucho, ha pasado muchas fiebres y mucho dolor. Cuánta más fiebre, más escribía. Trascendía toda realidad, siempre con una sonrisa y viendo el lado positivo. ¡Cómo no podía quejarse! Estar con él era saber que todo era posible. Celebraba cada día como una fiesta”, relata Liliana. Mientras luchaba contra la histiocitosis fue llegando la Biblia, fue acercándose a Buda, fue introduciéndose en la filosofía, dice su madre.

“En los últimos meses se estaba yendo, pero nunca perdió la compostura. El 29 de octubre, dos días antes de pasar a la UCI, tenía que someterse a una nueva operación. Antes de entrar en quirófano le avisaron de que no podía entrar conmigo, pero él preguntó si había alguna alternativa. Los doctores le dijeron que la alterativa era intervenirle con anestesia local. Y así fue. Aguantó la operación y ni una queja. Nunca renegó de su situación. Ha sido un valiente. Ha iluminado mi vida”, relata su madre.

“Él se manejaba todas sus medicinas. Los doctores hace años que no hablaban conmigo”, confiesa Liliana. Los mismos médicos que protagonizan muchos de sus cuentos, los mismos médicos que tanto le están echando de menos en el Hospital Virgen del Rocío. Uno de sus oncólogos, Ignacio Gutiérrez, le prologó su primera novela, 'La diadema', en la que mezcla la ficción histórica con fantasía, publicado el pasado mes de agosto.

La biblioteca del CEIP San José Obrero de Sevilla, donde estudiaba, lleva su nombre. Quizá porque en ella pocos alumnos de once años puedan hablar de aquella manera de Jorge Luis Borges. “Devoraba los libros. Podía tener 50 libros abiertos al tiempo. Se pasaba día y noche investigando. Disfrutaba”. Liliana presume de biblioteca en casa, allá donde Ruben Darío soñaba estar siempre. “Sus libros eran su joya máxima, lo primero que veía al despertarse. Se lavaba las manos antes de coger cualquiera. Soñaba con que algún día se hicieran peliculas de sus libros”.

Rubén Darío también quiso formarse y participó en la Escuela de Verano para Escritores y Escritoras Noveles del Centro Andaluz de las Letras (CAL). Su director, Juan José Telléz, recuerda que “Rubén era una persona asombrosa”. “Lo que a primera vista llamaba la atención es que, siendo tan niño, pudiera hablar con toda solvencia de Borges, por ejemplo, con un nivel de conocimiento propio de un erudito. Y lo hacía de forma natural, muy vivido, no artificial. Se veía que era una digestión espléndida de todas sus lecturas”, recuerda.

“Además, después de ese primer impacto, cuando te dabas cuenta de que había encontrado en los libros una especie de placebo de la vida frente a una situación personal muy dura, con una formidable experiencia del dolor, pues todavía era más llamativo, porque yo no me imagino doblado por el dolor y leyendo como si fuera una tabla de salvación el libro que cayera en mis manos, y eso que a mí me gusta mucho leer, pero no concibo que pudiera encontrar alivio en las palabras y Rubén Darío sí lo encontraba”, apunta.

Su “tabla de náufrago”

La escuela fue “maravillosa para él y para nosotros, fue una experiencia muy hermosa que quienes la conocieron no la olvidan”, señala. “Nos dio otra dimensión de la vida y de la literatura, nos hizo ver cómo la aventura de leer no significa, como muchas veces decimos, la antesala del pensamiento crítico o una manera hedonista de disfrutar del mundo, sino que era mucho más, casi una tabla de náufrago y al mismo tiempo un placer, y eso él sabía transmitírnoslo”.

El programa acoge niños de entre diez y veinte años. Ruben Darío era de los mas pequeños. Su madre le acompañó por su especial situación, ya que normalmente están solos, pero Liliana supo incorporarse con absoluta normalidad. “Allí estaba con sus pares”, dice Liliana. “Cuando estaba en la escuela no se ponía tan enfermo. Era su pasión. Nunca fue un niño normal. Sé que todos los niños son únicos pero Rubén Darío era absolutamente especial”.

Señala Juan José Téllez que “él destacaba absolutamente, en los debates, en la forma de interactuar con los otros niños. Pocos tenían la capacidad de conocimiento y comprensión lectora que tenía él. Y también era una creador, una faceta que es importante resaltar. Sus textos reflejan lo que son: obra de un niño que lee y que lee mucho. A fin de cuentas, la literatura es una carrera de relevos entre lo que leemos y lo que escribimos, entre lo que recibimos y lo que damos”.

“Yo no me apoco”

En diciembre de 2015, Rubén Darío pudo conocer a una de sus escritoras favoritas, Carmen Gil. Su deseo se convirtió en realidad mientras el coro 'Crecer cantando' hacía sonar una letra que mucho tenía que ver con él (“Yo no me apoco. Yo no me paro. Y me da igual. ¡Mi vida es mía! Es especial. Con la energía de un ideal, me invento el día”). “Habla de esa gente diferente que, en un mundo tan pragmático como el que vivimos, se mueve por ideales y no tiene una actitud materialista”, recuerda Gil.

La docente no olvida aquel día. “Fue una experiencia muy bonita y una sorpresa enorme. Pero lo increíble fue la sorpresa que me llevé yo al conocerle. Rubén nos dio a todos una lección de alegría, de fortaleza, de una gran madurez. Le prometí que le prologaría el siguiente libro que publicara, y así fue”.

También recuerda que mantuvieron “una charla de igual a igual”. “Hablar con Rubén no era hablar con un niño. Había una parte de él muy madura, desgraciadamente también forzada por las circunstancias, ya que había tenido que adaptarse desde que era un bebé a situaciones muy complicadas. Lo bueno es cómo él, de una vida tan dura, había aprendido, más quizás que el resto de las personas, a disfrutar de lo bueno. Esa fue la enseñanza más importante que sacamos todos, que tenemos tantas cosas buenas en la vida y no las disfrutamos. Él, sin embargo, disfrutaba con una intensidad enorme de los buenos momentos”.

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