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ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/

La voz borrada

Web Un Relato Andaluz (1)

Rosa García Perea

16 de octubre de 2025 21:28 h

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La historia literaria andaluza, tan orgullosa de su nómina de poetas, ha sido durante siglos un relato contado con una sola voz. En los manuales aparecen los de siempre —Bécquer, los Machado, Juan Ramón, Lorca— y parece que con ellos se agota la sensibilidad de toda una tierra. Pero debajo de esas páginas, entre las sombras del tiempo, hay mujeres que escribieron sin permiso, que pensaron sin escuela, que soñaron con ser leídas aunque sabían que nadie las leería.

Una de ellas fue Concepción Estevarena, sevillana nacida en 1854, contemporánea de Bécquer y, sin embargo, invisible para la historia. Mientras él convertía el suspiro en símbolo romántico, ella escribía en secreto, sobre las paredes de su casa, memorizando los versos y borrándolos enseguida para que su padre no los descubriera. No hay imagen más potente ni más triste: una joven escribiendo para luego borrar lo que ha escrito. Una poeta obligada a desescribir su propio destino.

Murió con apenas veintiún años. Ni fama, ni libros, ni eco. Solo unas cuantas composiciones salvadas por sus amigos, que las reunieron póstumamente bajo un título tan hermoso como melancólico: Últimas flores. Son, de algún modo, los pétalos que sobrevivieron al paso del silencio.

De ella no tenemos retratos ni cartas. Solo su voz. Y qué voz. En sus versos late una hondura que desarma. No son poemas de amor ni de melancolía romántica al uso. Son meditaciones sobre la vida, la muerte, la fugacidad, el alma. Versos escritos desde la conciencia de lo efímero, con una madurez que asombra en alguien tan joven.

Todo pasa, y la vida es un sueño; / todo muere, y la gloria es mentira...

Así empieza uno de sus poemas. No hay rastro de ingenuidad ni adornos florales. Es pensamiento puro, casi existencialista, mucho antes de que la palabra existencialismo existiera. En otro escribe:

En medio del silencio de la vida, / mi alma llora porque está despierta.

La suya no era una poesía decorativa, sino una mirada filosófica y herida, escrita desde la soledad de una habitación donde una muchacha se atreve a pensar lo que no debía pensar una mujer.

Recuperarla no es un gesto nostálgico. Es un acto de reparación. Nos obliga a preguntarnos cuántas Concepciones Estevarena quedaron sin libro, sin amigos que las rescataran, sin voz. Cuántas mujeres escribieron solo para sí mismas, con la certeza de que el mundo no las leería jamás

Imaginarla inclinada sobre la pared encalada escribiendo es imaginar la escena fundacional de la literatura femenina andaluza: el deseo de dejar huella, aunque sea efímera. Cada verso memorizado antes de borrarse es un acto de resistencia íntima. Cada palabra suprimida, una batalla perdida contra el miedo.

Mientras Bécquer tejía leyendas y se convertía en icono, Estevarena escribía sobre lo que realmente dolía: el paso del tiempo, la nada, la conciencia de ser y desaparecer. Su poesía no buscaba consuelo. Buscaba verdad. Y eso, a veces, es más peligroso que el amor.

Me canso de vivir, y sin embargo, / temo morir...” escribió también. Esa oscilación entre el deseo de seguir y la tentación de rendirse resume su tono vital. No hay impostura ni pose, solo una lucidez precoz y desarmante.

Hace unos años, una calle de Sevilla recibió su nombre: Concepción Estevarena. Un gesto de justicia mínima. Pero una calle no basta cuando nadie sabe quién fue la mujer que la nombra. Las placas, a veces, son una forma elegante del olvido.

Estevarena merece más que una esquina en el callejero. Merece una lectura. Un hueco en la conversación cultural. Un lugar junto a los nombres que llenan los programas escolares. Porque en su voz —en esa voz que nadie quiso escuchar— ya estaba germinando la semilla de todas las escritoras andaluzas que vinieron después.

De ella desciende, en cierta forma, la mirada interior de Julia Uceda, que escribió sobre la soledad y el exilio con una serenidad afilada. También la delicadeza contenida de María Victoria Atencia, capaz de convertir un cuenco de agua o una silla en un símbolo de eternidad. Y la valentía de Carmen de Burgos “Colombine”, que rompió los moldes del periodismo para hablar de educación y voto femenino cuando hacerlo era casi un delito.

A esa genealogía se suman María Zambrano, que pensó la filosofía desde la emoción; Pilar Paz Pasamar, que reivindicó la voz femenina en el Cádiz del siglo XX; y Carmen Camacho, que sigue hoy lanzando su palabra como un dardo de luz contra la costumbre. Todas ellas prolongan el hilo que Concepción Estevarena dibujó sobre la pared de su casa: un hilo frágil pero obstinado, hecho de tinta, silencio y coraje.

Recuperarla no es un gesto nostálgico. Es un acto de reparación. Nos obliga a preguntarnos cuántas Concepciones Estevarena quedaron sin libro, sin amigos que las rescataran, sin voz. Cuántas mujeres escribieron solo para sí mismas, con la certeza de que el mundo no las leería jamás.

Hoy, que tanto hablamos de memoria y de igualdad, deberíamos recordar que el primer paso para reparar el olvido es leer. Leer sin condescendencia. Leer con hambre de justicia. Y dejar que sus versos —escritos, borrados, rescatados— respiren entre nosotros como lo que son: la prueba de que también en el silencio se hacía literatura.

Andalucía, tierra de poetas y de olvidos, le debe todavía algo más que una calle. Le debe su lugar en la conciencia colectiva. Porque cada vez que alguien pronuncia su nombre, Concepción Estevarena vuelve a escribir sobre la pared del tiempo. Y esta vez, nadie podrá borrarla.

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ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/

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