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Día 11 del estado de alarma: el silencio

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El silencio del confinamiento en tiempos del coronavirus debe ser un bien preciado en algunas casas y un auténtico horror en otras. Imagino un sigilo continuo y desesperado en el hogar de esa persona mayor que se ha quedado sola y que no tiene mayor sonido durante su larga jornada que la ansiada vídeollamada para ver a los nietos, que se alarga sin querer, mareo para los unos, momento del día para los otros. Los pasos en el pasillo en penumbra, el chirriar de la ventana a la hora del aplauso. Pocos sonidos en tiempos del coronavirus.

Imagino, y no me cuesta, cómo al caer la noche se acerca el silencio en los hogares con niños, esos pequeños vitalistas que desconocen los beneficios de la palabra “silencio” pero que tanta alegría dan. También se da estos días el silencio de las calles, que apenas solo se rompe con el estruendo alegre y generoso de las 20h. Lo único que deseamos es que cada uno pueda elegir de nuevo sus momentos de silencio, un silencio impuesto. Todo sea por que vuelva el ruido cuanto antes, el bullicio de la gente...y empiece a sonar menos el sonido del mensaje del teléfono y más el de los besos o de los abrazos. (La ventana de Javi)

“Si todo el mundo habla ¿quién escucha?”

Adoro el silencio. Siempre he llevado muy mal ésto que llaman contaminación acústica. Teniendo en cuenta que vivo en una casa, los ruidos de la calle forman parte de mi vida diaria, y eso que me gasté un pastizal en ventanas anti-ruido, así que si algo de positivo tiene esta cuarentena es que en mi barrio parece que es el 20 de agosto a las 4 de la tarde, pero con una temperatura envidiable. Por la mañana no oyes el griterío de los niños de camino a uno de los cuatro colegios que hay en mi calle, con las mochilas con ruedas en el empedrado de la acera y repasando la lección con la abuela de la mano, las furgonetas repartiendo todo tipo de productos, los motoristas con su escape libre... Disfruto estos días de poder leer en la azotea, o en la ventana desde la que escribo esta crónica, sin escuchar más allá que un coche lejano en la avenida, el canto de los pájaros y alguna conversación breve en la calle.

Por supuesto, silencié el móvil el primer día de confinamiento, para no volverme loco con los 500 whatsapp de media que entran a diario. Las mañanas las paso sólo en silencio, no escucho la radio y, a veces, ni siquiera pongo música para poder disfrutar de mis pasos en la escalera, mi propia respiración o el cuchillo sobre la tabla al picar la verdura. Me paro y no oigo nada; adoro este silencio. Y eso que aquellos que me conocen saben que hablo hasta por los codos, que me encanta una juerga con los amigos o las reuniones de mi familia. Teniendo en cuenta que soy el pequeño de siete hermanos, nos juntamos no menos de 20 personas cada vez que celebramos cualquier acontecimiento. En una de estas cenas, en la que todo el mundo hablábamos, mi madre le preguntó a mi cuñado, que es inglés y estaba muy callado en su silla, “tú por qué no hablas, hijo”. El contestó, con su fino humor Británico “si todo el mundo habla, ¿quién escucha?”.

Las noches éstas que vivimos en silencio son gloriosas, no pasa ningún descerebrado con su coche a las 2 de la mañana, con la música de reggaeton a todas pastilla, y uno puede dormir con una tranquilidad inusitada, si no fuera por el mirlo...

Nadie habla del tiempo

(La ventana de Fermín) Se escuchan los pasos al salir de casa camino de la tienda más cercana. Es una de las sensaciones que el progreso ha perdido, pero se escucha. Cuando llegas a la tienda, silencio… No se habla ni del tiempo, no hay charlas de ascensores, vamos, que no hay ni dos personas juntas en un ascensor.

Cae la noche, y se escucha en el patio de al lado un ruido metálico. El vecino ha encendido su barbacoa. En el otro patio, mi vecino enciende un cigarro. El click del mechero le delata. Antes de eso, se ha oído el pitido del coche del panadero o el paso lento de un coche de policía vigilando que todo vaya bien. Y, con la noche, a Rodrigo se le agota el depósito y cae… Entonces, sí hay silencio.

Miedo al silencio

(La ventana de Alejandro) La canción de Jorge Drexler. La película de Martin Scorsese. Y, sí, también los gorgoritos de David Bisbal. Silencio. Son muchos los mutismos culturales que se nos vienen a la mente cuando oímos la palabra de marras.

Reconozcámoslo: el silencio nos da miedo: rima con vacío y muerte. Solo unos pocos supervivientes de élite -léase guionistas, escritores, opositores…hikikomoris- parecen conocer el lujoso valor del sigilo: un maravilloso paréntesis en el que le damos tregua a nuestra dispersa mente para fluir, imaginar y crear. Haciendo de la necesidad, virtud, algunos pensamos que varias semanas encerrados en casa iban a transformarse en un discreto y perfecto oasis para poder desempolvar ese guión, libro o proyecto que llevaba siglos guardado a cal y canto en la cajonera del escritorio. Craso error.

Ni cuarentena ni leches: nos despistamos con el vuelo de una mosca. Como cuando éramos colegiales. Menos mal que en aquella época no había Whatsapp. Ni Twitter. Ni Facebook. Ni Netflix. Ni Filmin. ¡Ni Disney! No habríamos aprobado ni el parvulario.

De pronto, ese sacrosanto silencio que tanto anhelábamos se ve asaltado por vinitos virtuales, vídeos virales de bolsas asesinas tiradas por los balcones, una ingente, interminable cantidad de memes… y, por supuesto, por un macabro y temible reguero de cifras pandémicas.

Hacemos un alto. Fuera es mediodía y en el patio reina un silencio monástico. No se oyen risas, ni llantos, ni televisiones encendidas. Dejo el móvil a un lado y solo escucho el suave repiqueteo de mi teclado. Y entonces, llega el silencio.

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