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Víctimas de segunda categoría

Luis Cobo, Luis Montero y Juan Mañas fueron asesinados por la Guardia Civil.

Juan José Téllez

Hubo un tiempo, quizás los mayores recuerden, cuando los obreros volaban y caían bajo las balas que los antidisturbios lanzaban al aire. La transición no fue una balsa de aceite, como quedó patente en las calles de Vitoria, en 1976, en el despacho de Atocha, en los Sanfermines del 78, en el extraño tiroteo carlista en Montejurra, o en las muertes de María José Bravo, Yolanda González, el malagueño Manuel José García Caparrós, el estudiante poeta Arturo Ruiz, Mariluz Nájera, el almeriense Francisco Javier Verdejo, o la paliza mortal en el Retiro a José Luis Alcazo, entre otros muchos.

Se calcula que la ejemplar transición democrática española costó 600 muertes, en su mayoría a manos de ETA o de los GRAPO, entre otras organizaciones armadas que se asimilaban con la izquierda o con el nacionalismo. Pero hubo alrededor de 188 muertos a manos de organizaciones fascistas, paramilitares o de los propios cuerpos y fuerzas de seguridad cuyos asesinatos jamás fueron suficientemente investigados. Por no hablar, claro es, de las cloacas del Estado, de los grupos armados creados con fondos reservados, como fuera el caso de los GAL o, antes, del Batallón Vasco Español, entre otras organizaciones tan fantasmales como criminosas, pagadas con los impuestos de toda la ciudadanía.

A lo largo de los últimos cuarenta años parece haberse establecido una prevalencia de los asesinados a manos de etarras y de grapos, respecto al resto. Mientras dentro de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, quizá por ser mayoría, se ha prestado especial atención a los deudos de esa naturaleza, tampoco el Estado, a través de sus instituciones, ha ofrecido un trato similar a los caídos en la lucha por la democracia –defendiéndola también cayeron agentes, ministros, concejales y gente del común, a manos de las más conocidas bandas armadas-- o contra la dictadura franquista.

Pareciera como si quienes cayeron bajo las garras del fascismo o del terror de Estado fuesen víctimas de segunda categoría. ¿O es que no tronaría la sociedad civil española, sus medios de comunicación o sus partidos políticos si se pretendiera condecorar a un terrorista, tal y como suele identificarse al arquetipo de dicha palabra? En cambio, las medallas a Billy El Niño tan sólo han sido contestadas por un sector demasiado flaco de los españoles. Nunca llegaron a buen puerto las pesquisas sobre algunos personajes ligados a Fuerza Nueva, los Guerrilleros de Cristo Rey y otros pistoleros de ocasión.

Ahora, mientras no haya una equiparación del duelo y de la sangre vertida, seguiremos en ese mismo escenario que lleva del Valle de los Caídos a las cunetas de media España. Ahora resulta, por ejemplo, que Luis Cobo Mier, Luis Montero García y Juan Mañas Morales, que en 1981 fueron detenidos, torturados, asesinados y calcinados en la provincia de Almería, por agentes de la Guardia Civil tras identificarlos erróneamente como miembros de un comando de ETA, seguirán sin ser tenidos como víctimas del terrorismo. ¿Y qué es lo que fueron? ¿Murieron acaso en accidente de tráfico?

Desde hace casi cuarenta años, sus familiares sólo pretenden, por justicia que no por ambición, que a los tres jóvenes del Caso Almería se les equiparen a los otros muertos por el cainismo patrio. Ni más ni menos. Ahora resulta que el flamante Gobierno socialista –como ya hiciera el PP en 2015-- niega dicha posibilidad, basándose en que “La Ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo y el Real Decreto por el que se aprueba el Reglamento de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo reconocen dicha condición de víctimas únicamente a las que lo hayan sido en actos terroristas o de hechos perpetrados por persona o personas integradas en bandas o grupos armados o que actuaran con la finalidad de alterar gravemente la paz y la seguridad ciudadana”.

¿A qué podemos llamar banda terrorista? Cabe preguntarse si los guardias civiles que perpetraron dichos asesinatos y que tejieron una red de mentiras para esconder su felonía no eran acaso un grupo armado que alteró gravemente la paz y la seguridad ciudadana de tres inocentes y de sus familiares, en un momento en el que se sucedían los golpes de Estado y sentíamos en la nuca el aliento del 23-F y de otros conatos golpistas.

O la ley está mal redactada o el Gobierno la interpreta de un modo demasiado pusilánime. Quizá piensan que es verdad, que sí, que los mataron, pero los mataron poquito. Esto es, que no hubo ruido de sables en los cuartos de bandera cada vez que caía un estudiante, un obrero, cada vez que reprimían a los albañiles de Granada, sonaban bofetadas y gritos en Vía Layetana o caía accidentalmente algún detenido por las ventanas de comisaría. Hace mucho de eso, pero quizá no tanto. Convendría conjurarlo para que nunca nadie muriera por llevar una bandera blanquiverde, por escribir pan, trabajo y libertad sobre un muro de sangre, o por pedir amnistía cuando poetas como Carlos Álvarez seguían entre rejas.

En octubre, en Málaga, la familia García Caparrós, es decir, las hermanas del joven que fue acribillado por munición policial durante la manifestación andalucista del 4 de diciembre de 1977, ha convocado un encuentro estatal para otorgarle a todas las víctimas estatales de la represión el rango que merecen. Y el consuelo social también. De nuevo, la sociedad civil va por delante de los organismos oficiales. Quizá sea porque las instituciones siguen estableciendo categorías entre los muertos, mientras que la gente de la calle –a menudo tan olvidadiza-- tan sólo identifica, sin embargo, un mismo pánico, un escalofrío igual. O debiera serlo.

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