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La banderita

La mascarilla con la bandera de España

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Cada vez que en nuestro contexto escucho que alguien apela a la patria me viene la imagen de un patio de colegio. No puedo evitar asociar el patriotismo con una pulsión infantil nunca resuelta, sublimada de mil maneras distintas y manifestada en otras tantas. Eso sí, siempre maneras burdas, pocos refinadas (infantiles, al fin y al cabo), y en la actualidad cosidas en forma de banderita bicolor a las mascarillas de, sobre todo, multitud de hombres.

Y es que en ese patio de colegio que me viene a la cabeza juegan niños, niños varones, quiero decir: niños que empuñan espadas ficticias, que simulan batallas, guerras, que a veces incluso llegan a las manos, niños que se fingen héroes, que sueñan con súperpoderes, que rescatan a princesas imaginarias (porque las niñas juegan en otro patio), niños inofensivos, con sus pistolas de mentira y su territorio quimérico a defender.

Cuántos de eso soldaditos llegan a adultos sin entender la diferencia entre fantasía y realidad. Acaban colgando banderas en sus balcones, exhibiendo los colores patrios en sus camisas, en sus mascarillas, en los retrovisores de sus coches. Se diría que en el fondo reivindican una infancia irremediablemente perdida y proclaman su desacuerdo con la realidad y una añoranza del país mítico de la niñez. Algunos, incluso, llevan la banderita en mascarillas de color verde militar, o directamente de camuflaje, en un gesto enternecedor, igual que combatientes de una contienda cuyos actos más reseñables consisten en reivindicar los toros, el machismo y la música de Taburete como expresiones máximas de una identidad cultural que, se supone, nos singulariza y nos hace mejores: sí, mejores aquí, en esta minúscula esquina del planeta, que en cualquier otro trozo de tierra marcado por otras fronteras también arbitrarias.

Pocos significantes más vacíos que el de patria, pocos sustantivos aceptan una definición tan a gusto del consumidor.

Pocos significantes más vacíos que el de patria, pocos sustantivos aceptan una definición tan a gusto del consumidor. La barra libre de la patria lleva incluso a conspicuos izquierdistas a reivindicarla, a dirigirse a la población no con el genérico “ciudadanía”, sino de un tiempo a esta parte como “compatriotas”. Se supone que forma parte de una especia de guerra cultural contra la derecha, cuyo fin último es arrebatarle el monopolio del concepto “patria”, resignificarlo, a fin de cuentas o, en otras palabras, volver al patio del cole.

Apelar a la patria en los estados-nación europeos debería darnos, al menos, un poco de vergüenza, a no ser que se desconozca el proceso histórico de despojo e imposición por el que se llegaron a construir, o a inventar, a consolidar y a expandir. No debería extrañarnos, sin embargo, el desconocimiento general.

Desde hace décadas, sin importar el color del Gobierno, la educación en España ha sufrido una paulatina degradación. Hemos tenido que oír, a un lado y a otro, que había que enfocarla al mercado laboral, a la adquisición de competencias profesionales, a la competitividad, etc., sin que, por cierto, nada de ello haya reducido, antes al contrario, los índices de desempleo. Así, vimos cómo desaparecían de los currículos las humanidades, en la amplia acepción del término. No pasa nada. Ahora tenemos multitud de compatriotas que ignoran la Filosofía, que no han aprendido a pensar por sí mismos, pero que a cambio se compran por Amazon mascarillas con la banderita. Y con ella, qué paradoja, vuelven siempre al patio de ese colegio que tan poco les cundió, solo que ahora con derecho a voto.

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