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Las bisontas

Pedro Saura trabajando en la toma de fotografías en Altamira, documentando el techo para reproducirlo en la neocueva

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Yo quería escribir de otra cosa esta semana, lo prometo, pero es que hay veces que una no puede callarse. Empezaré con un recuerdo. El del día en que con ocho años decidí que sería arqueóloga. También quería ser escritora, y empaquetadora de regalos de El Corte Inglés, pero esa es otra historia.

Comencé a devorar libros sobre el antiguo Egipto, Grecia, Roma y, por supuesto, sobre prehistoria, mi gran pasión. Años más tarde, tomaba apuntes en la facultad, mientras mi profesor don Ramón Corzo nos hablaba del arte rupestre caminando por el pasillo del Aula Magna fumando un puro. En la pantalla, se proyectaban diapositivas de yeguas, de toros, de bisontes, pintados en las cuevas.

Pensé en la belleza de aquellos bisontes cuando la semana pasada el señor J.J. Armas Marcelo publicó una columna en la que hablaba de las mujeres escritoras y las definía así: “La moda ahora es que las mujeres han entrado en tropel en la literatura como si fueran una turba de bisontes corriendo por las praderas del oeste: a toda velocidad y sin rumbo serio alguno. (...) Mujeres hay que por serlo ya quieren galardones literarios y reconocimiento intelectual, a la vuelta de un primerizo libro de poemas, adolescente y vacío (...) Son muchos los nombres que tengo agolpados en mi cabeza, martirizada por la propaganda mediática y la estupidez de las redes sociales donde se exhiben sus malos poemas y sus tonterías textuales. Pero no se les puede decir nada, no es políticamente correcto, y para ser exactos no es simplemente correcto decir que una determinada escritora es mala escritora”.

He estado tentada de copiar y pegar aquí muchos más párrafos porque, de verdad, la columna no tiene desperdicio, y yo le agradezco mucho que la haya escrito porque es el ejemplo perfecto de cómo opera el machismo en el mundo cultural. Siempre suelo relatar comentarios y experiencias parecidas cuando me preguntan, pero ahora tengo un documento escrito. Un tesoro.

Esta columna se suma a lo que ya es un género en sí mismo y que está muy en boga últimamente. Lo he llamado “señores que nos dicen a qué escritoras debemos reivindicar y a cuáles no”. Todas las del género usan la misma estrategia. Comienzan nombrando a algunas escritoras que sí que entran en su canon, nos dicen cuáles son las buenas, y así creen dejar claro que lo suyo no es misoginia. Y después, pam, viene la artillería pesada.

¿Se imaginan hablar de la moda de los hombres que escriben? ¿De la moda de los hombres directores? ¿De la moda de los hombres guionistas? ¿De la moda de los hombres que dirigen empresas? A que no

Señores, de verdad, déjennos en paz, dejen de tutelarnos, dejen de tratar de instruirnos. Les diré algo que quizá les sorprenda muchísimo. Tenemos criterio. Sabemos distinguir perfectamente un buen libro de uno malo. Se quejan ustedes de que no pueden decir que una escritora es mala y es precisamente lo que no paran de hacer desde sus columnas. Quizá lo que realmente quieran decir es que ya no pueden hacerlo sin que se les cuestione su opinión, sin que otras voces contrapongan sus argumentos con otras visiones, con otros relatos. Y a eso, lamento decirles, van a tener que acostumbrarse. Y les diré más, acostúmbrense también a que van a tener que compartir los espacios con esta turba de bisontas. Sí, hasta los de la mediocridad, hasta los de los malos libros, las malas películas, las malas obras de teatro, que hasta ahora también les pertenecían en exclusividad.

Yo podría nombrarles una larga lista de autores mediocres, algunos hasta nos los han hecho estudiar en las escuelas, pero ustedes no ponen el foco en ellos.

¿Se imaginan hablar de la moda de los hombres que escriben? ¿De la moda de los hombres directores? ¿De la moda de los hombres guionistas? ¿De la moda de los hombres que dirigen empresas? A que no.

Vuelvo a otro recuerdo. Este verano, la filmoteca de Cantabria me invitó a impartir un taller de guion y yo aproveché para cumplir un sueño, visitar las Cuevas de Altamira y del Castillo. Me late el corazón fuerte al recordarlo porque lo que suponen para mí esas pinturas es algo tan grande que me sobrecoge. Un encuentro, como si de alguna manera pudiera estar dándole la mano a esa persona que hace 40.000, 30.000, 15.000 años pintó aquellas paredes plasmando su pensamiento, lo que habitaba en su interior.

En la Cueva del Castillo pude ver con mis propios ojos algo que conmocionó mi corazón. La representación de cientos de manos superpuestas en las paredes y techos de la roca. Un motivo que se repite en cuevas de todo el mundo y que parece querer dejar testigo. Yo fui, yo existí, yo estuve aquí.

Los últimos estudios han podido verificar que el 75% de esas manos son de mujeres. Este y otros hallazgos han hecho dar un giro a la interpretación tradicional de la prehistoria y a la idea de que las pinturas rupestres estaban realizadas por hombres, teoría que no se sostenía en ningún dato científico, pero que es la que existe en el imaginario colectivo porque siempre se representó así.

No se me ocurre una imagen más bella que la de esa turba de bisontas hermosas corriendo libres, en tropel, como usted dice, señor Armas Marcelo, ocupando el espacio, un espacio que tanto les asusta como el de la escritura, el de la palabra. Esas bisontas que pisaron la tierra, que fueron representadas en los techos y abrigos de las cuevas y que, tal y como afirma la propia directora del Museo Altamira, pudieron estar, probablemente, pintadas por una mujer.

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