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Chotis por bulerías

Centro cultural Flamenco

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El procés madrileño, imparable: después de patrimonializar las cañas de cerveza, lo que estuvo a punto de provocar que Egipto llamara a consultas a su embajador; a menos de un mes de que se apropiaran de la libertad, obviando a la revolución francesa, una diputada trumpista acaba de demostrar empíricamente que el flamenco es un spin-off del chotis.

¿No tiene suficiente identidad Madrid como para tener que inmatricular a su nombre ese escalofrío nómada, ese rumor mestizo que dicen que vino de oriente pero que terminó cristalizando en ese territorio sentimental al que llamamos Andalucía?

Que naciera al sur no quiere decir que sea totalmente suyo, porque los hijos no son de nadie. Cuando se aprobó el actual Estatuto de autonomía de Andalucía, hubo larga polémica por el hecho de que la Junta se reservaba las competencias exclusivas del flamenco, como también ocurre con las de educación o las de salud, en la jurisdicción en la que se aplica el estatuto. Hubo que explicar hasta la extenuación que eso no significaba que el Ministerio de Cultura, la Generalitat de Catalunya o la Peña de la Seguidilla Castellano-Manchega, de León o de Tomelloso, pudieran programar el flamenco que quisieran aquí o en cualquier lugar del globo.

Fernando Quiñones, que siempre creyó en que el buen andaluz lo es de todas partes de Andalucía y en que Madrid es el último pueblo andaluz al norte de Despeñaperros, entendía que el flamenco era una ensaladilla rusa en la que los gitanos constituían su mayonesa. El primer gitano del que existe registro en la Península, por cierto, fue un tal Juan de Egipto Menor, al que en 1425 Alfonso V le concedió carta de seguro para transitar hacia Santiago de Compostela, como peregrino, hasta que en 1462 se le recibió en Jaén.

Pero aquí ya estaban los sefarditas que no habían querido huir ni convertirse y que quizá encontraran refugio en esas mismas tribus gitanas: “¿Dónde vas bella judía/tan compuesta y a deshoras? / Voy en busca de Rebeco,/me espera en la Sinagoga”. O los moriscos, que resistían con Aben Humeya en La Alpujarra granadina y a los que nadie ha pedido perdón histórico por su expulsión: Blas Infante creía que la palabra flamenco venía de la expresión árabe felah menghu, que vendría a significar algo así como campesino enfadado. Y no falta quienes sostienen, como el erudito Antonio Manuel, que hay una huella morisca en dicho viejo arte.

“Que los moritos iban a caballo/ y los cristianos a pie/como ganaron/ la casita santa de Jerusalén”, reza una vieja letra. Aunque Fernanda de Utrera cantara, en cambio: “Los gitanos a caballo/ y los cristianos a pie”. Cuando alguien le dijo que se había confundido con la letra, respondió: “¿Y ya no era hora de que los que fueran a caballo fuesen los gitanos?”.

No sabemos, a ciencia cierta, donde nació el flamenco. Pero sabemos donde asomó por primera vez la cabeza: en la baja Andalucía, entre los años de 1765 y 1860, en un triángulo que lleva desde Triana, en Sevilla, hasta Jerez y Cádiz.

Y ahí, en esa turbamulta de heterodoxos perseguidos por una monarquía implacable, los mercheros y los maragatos, los castellanos proscritos, los andaluces forajidos. Y los negros: ¿cómo no iban a estar presentes en el nacimiento de ese raro compás primigenio, de ese tres por cuatro que hermana al jondo con el carnaval, o el seis por ocho, que podría llevarle a desembocar en Schubert, en Chopin o en Atahualpa Yupanqui? ¿O no parecen desinencias africanas los tangos o fandangos? ¿Cómo no iban a estar entremezclados en ese melting pot los negros, con su compás de serie y su viejo instinto de supervivencia que dio a luz al jazz, al blues, a la música del pacífico colombiano o a las llamadas del carnaval de Montevideo? Ya lo dijo Paco de Lucía: “Siempre se parece la música de los pueblos con la nevera vacía”.

No sabemos, a ciencia cierta, donde nació el flamenco: yo no vivía entonces ni asistí al parto. Pero sabemos donde asomó por primera vez la cabeza: en la baja Andalucía, entre los años de 1765 y 1860, en un triángulo que lleva desde Triana, en Sevilla, hasta Jerez y Cádiz. Esto es, la geografía de la Carrera de Indias, hasta cuando, eso sí, expiraron las colonias. Lamentablemente, la Casa de Contratación nunca estuvo situada en el barrio de Salamanca.

El quejío puede surgir en una patera a la deriva, en el miedo a un balazo en Sarajevo, en la soledad de la África vaciada o de la América Morena que suavizó su ritmo de milonga o vidalita, o transformó la guajira cubana

Tenemos nuestro carbono 14 particular y se llama Pericón de Cádiz. Él le contó a José Luis Ortíz Nuevo que las partituras del flamenco llegaron a Cádiz en un barco en el siglo XVI. Estaban dentro de unos fardos que se abrieron y el viento esparció cada una de sus melodías por los rumbos del sur. Porque el sur importa: Andalucía no es propietaria del flamenco, pero es su genius loci, la mano que meció su cuna. Y es que el quejío puede surgir en una patera a la deriva, en el miedo a un balazo en Sarajevo, en la soledad de la África vaciada o de la América Morena que suavizó su ritmo de milonga o vidalita, transformó la guajira cubana o trasegó la rumba desde el Caribe hasta el Somorrostro de Carmen Amaya.

Claro que Madrid es una de las ciudades donde el flamenco fue pez en el agua, desde mucho antes de que Diego el Cigala se criara en el rastro, de que surgiera el Sonido Caño Roto o de que emergiera Pitingo desde el aeropuerto de Barajas. Ese Madrid jondo y suburbial con ecos de Porrina, donde se buscaron la vida todos los charnegos del cante, donde Manolo Caracol y Lola Flores se siguieran retando en la noche desde Los Canasteros y Caripén, con el baile que cruzaba los azulejos del Villa Rosa y la madrugada amaneciera luego en el llorado Candela. Ole ese Madrid donde Paco de Lucía fue mucho más que una estación de metro, donde llegaban a Atocha Camarón y Rancapino o Bambino y Antonio Gades por la carretera de Valencia; allí, donde encontró vida y muerte Enrique Morente, donde residió Fosforito y aún descuella, honor y gloria, Carmen Linares. Guitarras del Viejín y jornaleros del arte en Casa Patas, entre otros formidables escaparates de este arte antiguo que llevan desde la Suma Flamenca a Sara Baras llenando los teatros. ¿Cómo ocultar que la Villa y Corte fue también, desde hace mucho, Café Cantante y cuarto de los cabales? Pero, ¿cómo pretender que fuera allí donde los primeros sonidos negros escribieran sus notas en el aire?

El flamenco no sería el mismo flamenco que conocemos hoy sin las hechuras de su vieja madre andaluza, a la que le han quitado ya tanto que ahora pretenden quitarle hasta el orgullo de su estirpe: sin Andalucía guardándole las espaldas, quizá el flamenco fuera una buena grabación remasterizada en mp3, unas palmas sordas en un tablao de Tokyo, un zapateado retando al claqué en el Lincoln Center neoyorquino. Pero las raíces del flamenco, en realidad, se hunden al sur del sur. Son ríos de olivos y noches de almadraba, corralas antiguas, hogueras junto a un río, gitanos sedentarios y payos canasteros, Málaga cantaora, penales de El Puerto y zambras del Sacromonte, el desparpajo de un pimpi gaditano, cantiñas cordobesas, guitarras de Almería y cantes choqueros. El martinete de las fraguas y la alegría solar, el camelo de los pícaros y el compás de los que llevan la música sureña en las tripas. 

Quédese quien quiera con el flamenco. Nosotros sabemos que es de nuestra sangre. Que viaje donde quiera porque sabe que siempre podrá volver a su casa ya que nunca se ha ido de ella. Pero qué alegría me dará, cualquier día de estos, escuchar un organillo por bulerías. 

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