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Todos fuimos Diamantino

Diamantino García, el cura obrero /Foto: cedida por Alandar

Juan José Téllez

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Veinticinco años sin Diamantino García, el cura de Los Corrales, de la Sierra Sur de Sevilla, el jornalero del Sindicato de Obreros del Campo que ocupaba fincas o se encadenaba a contracorriente a la maquinaria que esquilmaba jornales. Y todo ello, sin olvidar aquel andaluz de Salamanca que su patria profunda también alcanzaba a Honduras .donde no le dejaron entrar- a Nicaragua, a Cuba, a Panamá o El Salvador, estremecido por el asesinato de monseñor Óscar Romero en 1980 y a donde, tiempo más tarde, logró llevar arroz y leche en polvo a comunidades tan precisas de víveres como cualquier empobrecido de nuestros kilómetros ceros particulares.

Él creía que la miseria era un país común y sus allegados, como Charo Rubio, siguen convencidos de que era capaz de venderle hielo a un esquimal. Claro que, más que la palabra de Dios, o quizá si, transmitía la palabra a secas enseñando a los analfabetos. Vida de santo al que dudo mucho que nunca el Vaticano se empeñe en beatificar.

La Guardia Civil pensaba –y así consta en algunos informes—que era “un activista en contra del Régimen actual, ya que es muy amante de todos los partidos políticos que están en contra del Gobierno de la Nación, siendo de tendencias comunistas por cuyo motivo deja mucho que desear”.

Estoy hablando de los tiempos en los que el franquismo encarcelaba curas y la transición se construía, entre ruido de sables, en torno a la reforma y no a la ruptura, sobre los injustos cimientos de la renuncia de los nadie: “Pronto –vaticinó- se instalará en nuestro país una controlada Democracia, pero la mayoría seguiremos muy alejados de los centros donde se tomen las decisiones económicas y políticas”.

Mientras la nueva Andalucía de los despachos empezaba a cantar “Andaluces levantaos, pedid tierra y libertad”, él lo hacía directamente, desde la finca Aparicio a las oficinas del INEM. Contra las cloacas del Estado, en una época en la que adquirían más peso que nunca cofradías, hermandades, prelaturas personales y nuevos catecúmenos, él organizaba manifestaciones en vez de procesiones, como recuerda su fiel Esteban Tabares.

“Algunos piensan –aseguró Diamantino-- que las causas en las que estoy metido y otra serie de gente, son causas perdidas; la de los jornaleros sin tierra, la del Tercer Mundo, la de los presos, la de los marginados a todos los niveles. Yo pienso que no son causas perdidas, sino que son causas difíciles; pero, como son tan razonables, algún día las ganaremos”.

Diamantino, con la morralla, con la mejor murga de los currelantes, con los salustianos de la emigración, con los hijos del desencanto que deseaban que estuvieran abiertas todas las puertas, con los inmigrantes asesinados en Four Roses o atrapados entre el yihadismo y el Front Nacional, con los furtivos de espárragos y caracoles o tagarninas de la sierra, dispuestos a darle al cacique con el tran tracatrán pico pala-chimpón—y a currelar.  Siempre trasluchando contra el tiempo de los enanos, de los liliputienses, de  títeres, caretas, de horteras y parientes. Así que a nadie puede extrañarle que promoviera la creación de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, quizá porque su Dios olía más a sudor que a incienso y tiraba más para el de Medinaceli que para la plateada custodia del Corpus.

Qué carajo, ya nadie –o casi nadie-- sabe quién fue Diamantino. Sus evangelios siguen siendo apócrifos. Antes de la Andalucía de los ERE fraudulentos, de los latifundios subvencionados por la Unión Europea, de las migajas del paro comunitario, estuvo Diamantino en el tiempo de los gigantes, como describió Carlos Cano, que también nos dejó hace veinte años. El sábado, en La Cuadra de Sevilla, se le rindió justo tributo a la obra de Salvador Távora, en el primer aniversario de su fallecimiento. Todos ellos, junto con mucha otra gente en vías de extinción, formaban parte de una Andalucía otra y, qué quieren, yo la echo de menos. Todos fuimos Diamantino y ya no lo somos: ni andalucismo ni utopías manifiestamente razonables, a todo lo más que llegamos es hablar mal de los fachas en los bares y no mover un voto para evitar que crezcan.

En cambio, como somos paradójicos, casi todo lo que contribuyó a crear sigue en pie, algo raro en tiempos de comida rápida y obsolescencia controlada. Ahí continúan los suyos –“la gente del cura”, le llamaban antaño--, dando por saco como tábanos de una sociedad cómodamente adormecida. No son sus apóstoles, pero defienden su buena nueva: le ganan sentencias a mordazas y calabozos o logran que la dignidad no se vaya también de la Andalucía vaciada. Pelean para que no violen a las temporeras, para que las fronteras no se conviertan en eternos muros de la vergüenza ni la avaricia acabe con el planeta. Pero nos sigue faltando y, con él, la Andalucía plural y mestiza, sin exclusiones pero sin vacilaciones, que Diamantino García defendió como un lince verdiblanco.

Resucitar aquel instinto tal vez nos lleve a reencontrarnos con su hermoso fantasma. Yo no creo en el espiritismo y Diamantino tampoco. Por eso no me arriesgo a que se me aparezca a través de una ouija a preguntarme: “¿Qué cosas estaré haciendo mal cuando están empezando a hablar bien de mí?”.

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