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Aunque no se lo merezcan
El enfado es de proporciones bíblicas. Si por el común de los ciudadanos fuera, ningún castigo sería suficiente para calmar la rabia de esta enorme frustración suscitada por los políticos, que no por la política. Corta se iba a quedar la caravana de calamidades de las diez plagas de Egipto concebida por la imaginativa ira de Dios, con sus úlceras pestilentes, su enjambre de piojos y su lluvia de granizo y fuego. Lo que menos se les puede llamar es sádicos retorcidos, porque en las últimas semanas han fingido que perseguían un acuerdo cuando sólo se trataba de tantear las posibilidades de éxito. E irresponsables, porque se han conducido como si sus actos fueran inocuos, un juego de pirotecnia inofensivo, y en realidad no tuvieran consecuencias en la vida de las personas.
Más que nunca se cumple el viejo aserto de que los políticos no pisan tierra y orbitan en una galaxia alejada de sus administrados y de lo que de verdad importa. Su comportamiento tiene poco que ver con los ideales y valores que dicen defender, y desde luego, nada con lo que necesita la sociedad española. Han perdido por completo la perspectiva, están en otro orden de cosas, en otra dimensión. Lo único que les ha movido es la dinámica del poder: conseguirlo y mantenerlo. Como ratones desquiciados, dando vueltas en la noria de una lógica de la que no pueden escapar, retroalimentándose unos a otros en ese ecosistema endogámico de autodestrucción que no les permite un leve pensamiento sobre el alcance de sus fútiles maniobras. Ni siquiera sobre la ética.
Un mundo en el que, en lugar de los partidos, prima el sentido práctico y utilitario de los asesores y expertos en la comunicación política, los llamados spin doctors -que, por cierto, se extienden como hongos en la humedad-, cuyo principal cometido es diseñar tácticas para que sus jefes siempre tengan presencia positiva e ir ganando las batallas de la opinión pública, a la que creen manejable y propensa a seguir señuelos. Por lo que hemos visto y oído, parece que esta endiablada maquinaria de cargos y servidumbres ha sido clave en el apoteósico naufragio del que todos abominamos, y tras el que vaticinamos una respuesta en las urnas el próximo 10 de noviembre acorde al tamaño del hartazgo provocado.
Es lo primero que se viene a la mente: “Va a votarles su puñetera madre”, como sostiene en este mismo diario el divertido artículo del maestro Juan José Téllez, en el que describe con sorna el proceso de contrariedad y desengaño de su primo, creyente férreo en la unidad de la izquierda. Un hombre amargamente desencantado que, sin embargo, y pese a su gigantesco hastío, lo previsible es que vote de nuevo. Sin remedio. Afortunadamente, creo que la gran mayoría somos como el primo de Téllez, sobre todo, porque nos va mucho en ello -las cuestiones en liza son de envergadura, no hay que dejarse arrastrar por el espejismo de tanta nadería-, y porque, a la postre, iríamos contra nosotros mismos. No debemos ni podemos permitir que la irresponsabilidad de nuestros dirigentes socave las instituciones y el sistema democrático con el que trabajosamente nos hemos dotado.
Y también, a qué negarlo, iremos a votar porque es probable que -pasada la ofuscación- vuelvan a engatusarnos con sus discursos y sus razones, a enredarnos con gazmoñerías y meternos en la rueda enloquecida de dimes y diretes, requiebros y cambios de guión fabricados por los habilidosos spin doctors de plantilla. Nos asustaremos con la abstención y los cálculos de a quién beneficia, y nos subiremos al carro, además, ardorosamente, cual pececita Dori, porque si algo está científicamente probado es la capacidad de desmemoria del ser humano. Aunque ahora mismo lo juzguemos inverosímil, aunque pensemos que la hemorragia de credibilidad es ya incontenible, aunque creamos irrecuperable el sentido de Estado, estoy convencida de que una mayoría votaremos, por mucho que no se lo merezcan. Con todo mi escepticismo, suelo ser optimista. Y, oye, menos mal.