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Marruecos, inch Allah
Si la máxima más halagüeña entre dos países es la de que están condenados a entenderse, mal empieza la cosa. La frase se atribuye a Hassan II y llevamos más de medio siglo conjugándola. Desde la independencia del país vecino, cuando España y Francia dejaron de ser sus supuestas protectoras y sus colonizadoras reales, las relaciones entre Rabat y Madrid no han sido fáciles mientras que con París siempre fueron nutricias. En ello, no solo influyó la alargada sombra francófona sobre el majzén que todo lo decide en el vecino país, como la geografía, que es tozuda y habitualmente inevitable. España y Marruecos estuvieron negociando cupos de pescadores hasta que los españoles empezaron a desertar del arrastre y del palangre porque faenar a la parte no era un buen negocio para nadie que no estuviera dispuesto a aceptar condiciones de semi esclavitud. Con los franceses, no hubo conflicto pesquero como el que ahora mantienen los galos y britanos, sin que el César de la Unión Europea sea capaz de pacificar el Canal de la Mancha. Ni tampoco Ceuta y Melilla, peñones, Canarias ni el otrora Sáhara español.
Cuando cayó Sidi Ifni, el franquismo miró hacia otro lado. Cuando la Marcha Verde, nuestro país estaba demasiado ocupado en mirarse a sí mismo y a su futuro que de preocuparse por aquella horda de desarrapados del Polisario por más que su territorio hubiera sido considerado como provincia.
Durante décadas, lo mismo ocurrían guerras entre Argelia y Marruecos sin que pensáramos que en algo nos incumbía: fíjense ahora, el más mínimo amago de conflicto nos corta el resuello y el suministro del gas. A los contenciosos de soberanía se suman los de la globalización, la competencia con Tánger Med por el tráfico de contenedores, las maniobras de la diplomacia francesa para consolidar su primacía en las relaciones con el reino alahuita, y las migraciones, con dicha nación como un formidable intercambiador de fugitivos desde el África subsahariana, Oriente Próximo e incluso Asia.
Marruecos realiza concesiones a Israel que pueden afectar a Canarias y andamos de puntillas; intentando no hacer ruido pero, al mismo tiempo, esperando que no despierte el tigre dormido.
Y el Sáhara, claro, la piedra angular de la actual crisis. Un formidable paripé que tiene como telón de fondo el sueño del Gran Marruecos, que no solo incluye a dicho confín sino también parte de Mauritania, las plazas de soberanía española y las Islas Afortunadas. Nuestra diplomacia sabe que la situación se hace insostenible, pero abdicar de las posiciones históricas del Palacio de Santa Cruz en esa cuestión no solo supondría faltar a los compromisos históricos de España con sus antiguos compatriotas sino que también significaría abrir el melón del resto de las asignaturas pendientes.
Así que ensayamos un paripé de dimensiones planetarias con El Aaiún de fondo. Aceptamos las resoluciones de la ONU pero hacemos lobby en la Unión Europea para sortear las sentencias desfavorables a los intereses marroquíes en ese flanco. Marruecos realiza concesiones a Israel que pueden afectar a Canarias y andamos de puntillas; intentando no hacer ruido pero, al mismo tiempo, esperando que no despierte el tigre dormido.
Marruecos, por lo demás, no es ya un reino bananero pero tampoco es una democracia plena: la falta de libertad de expresión que engola sin demasiadas críticas a los discursos oficiales; la utilización de sus propios habitantes como elemento de presión fronteriza contra nuestro país; las razzias de disidentes, de migrantes, de activistas y de periodistas, son tan frecuentes como lo era el paso de los ferries en la Operación Paso del Estrecho, que ya lleva dos años en suspenso. Con las fronteras de Ceuta y Melilla cerradas a cal y canto, con no menos de 3.500 marroquíes sin trabajar en las casas y en las tiendas de ambas ciudades, con el narcotráfico que no cesa aunque Marruecos esté legislando ahora para regular su uso terapéutico, con los encendidos discursos en espera de que el pragmatismo eche a andar al actual Gobierno, todo parece conducir a una nueva escalada de tensiones entre ambas orillas del Estrecho.
Por no hablar de la xenofobia y del racismo crecientes a este lado del mundo; de la morofobia y la aporofobia que desprecian al vendedor de pinchitos y ensalzan, en cambio, al jeque del petróleo. La eterna sospecha sobre el vecino del sur, el desdén hacia sus instituciones y sus referentes. También nosotros tendríamos que hacérnoslo mirar.
Las fronteras de la tierra pueden ser difusas pero debiéramos intentar que no existieran, al menos, las inefables fronteras del corazón.
¿Qué es lo que puede salvarnos, nuevamente, de ese abismo? La mano abierta entre ambos pueblos. Esa larga cofradía de supervivientes que viene de los tiempos de cuando nos quitábamos las hambres juntos. Cuando ellos conservaban en sus callejuelas la música de Al Andalus y la lengua de Sefarad y nosotros les ofrecíamos algo más que un caballo para la guardia mora de Franco.
Ojalá que los intereses de Estado no enturbien las relaciones entre la gente corriente, entre aquellos que saben que más allá de dioses y de banderas, de la pompa diplomática y de los lujos palaciegos, los enemigos comunes son los mismos: un planeta que agoniza, un sistema económico que asfixia y una escala de valores que se empeña en convertir en enemigos a aquellos que debieran ser cómplices. Los de abajo, con yilaba, con melfa o con chandal, con fes, con sombrero cordobés o con canotier. ¿Cómo explicarles que aquellos que aquí defendemos un trato justo y legal para los saharauis, somos los que reclamamos un trato preferente para Marruecos dentro del marco de la Unión Europea? Las fronteras de la tierra pueden ser difusas pero debiéramos intentar que no existieran, al menos, las inefables fronteras del corazón. Inch Allah, dirían los marroquíes. Ojalá, diremos nosotros. También esa expresión de esperanza se la debemos.
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