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No es tiempo para el populismo fiscal

El presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, durante la visita a una escuela infantil.

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En el firmamento de los asertos populares que solemos dar por ciertos hay un par de ellos ostensiblemente mentirosos: a cada cerdo le llega su San Martín y el tiempo pone las cosas en su sitio. La historia está llena de ejemplos que los refutan, como esos dictadores sanguinarios que cometieron crímenes terribles y murieron de viejos sin rendir cuentas por el sufrimiento que causaron, o la multitud de personas talentosas que nunca fueron reconocidas ni lo serán por muchos años que transcurran. En un plano menos palmario, pero con la misma falsedad, despunta una tercera aseveración que goza últimamente de más aceptación de la razonable: el dinero donde mejor está es en el bolsillo del contribuyente. Se trata de un dogma del populismo fiscal (cuya receta para cualquier problema es la baza tributaria) que ha traspasado las líneas sociales acostumbradas y ha ido calando en amplios sectores, en conjunción con la meritocracia, la creencia de que el éxito viene determinado por el esfuerzo individual y no por las ventajas en las condiciones de partida.

Sin entrar en análisis de especialistas, para tener una idea de cómo el bolsillo del ciudadano no es una buena opción de cobertura social basta mencionar la salud pública universal --un español paga vía impuestos para financiar la sanidad muchísimo menos que un norteamericano medio por su seguro--, la educación y el resto del Estado del Bienestar del que dispone Europa y del que carecen otras partes del mundo. Hasta hace poco en España existía la convicción mayoritaria de que las cargas fiscales son imprescindibles para mantener servicios de calidad que redistribuyan la riqueza y corrijan las desigualdades. Sin embargo, el discurso de Vox de que todo impuesto es un atraco ha ido penetrando en la derecha liberal del PP, y hasta Feijóo ha patinado acusando al Gobierno de “forrarse” por la subida de luz y gas, cuando como presidente de Galicia debería saber que las autonomías reciben el 100% de la recaudación de la electricidad y el 58% de hidrocarburos.    

Da votos atribuir al adversario cualidades vampíricas para sorber los ahorros ciudadanos y cuestionar medidas que aprobaron gobiernos del partido propio, como le ocurre al PP con el tributo sobre la producción eléctrica o el alza del IVA de la luz al 21%

Los anuncios de bajadas impositivas generan votos, por eso aquí y allá se engaña con descensos masivos fantasiosos, verbigracia, Andalucía, donde el paquete fiscal, pregonado con redobles de platillos y estruendo de trompetas, consiste en medio punto menos en el IRPF para las rentas inferiores y tres para las altas, y escalonadamente. Eso sí, con el objetivo cumplido de mayor protección a los más pudientes: las herencias millonarias y las donaciones se han liberado de los gravámenes. También da votos atribuir al adversario cualidades vampíricas para sorber los ahorros ciudadanos (de ahí el tropiezo de Feijóo) y cuestionar medidas que casualmente aprobaron gobiernos del partido propio, como le ocurre al PP con el tributo sobre la producción eléctrica, el especial sobre la electricidad, el impuesto al sol, o el alza del IVA de la luz al 21%.

En 2019 a Mariano Rajoy le dio la risa floja junto a Felipe González (quien le secundó con una sonora carcajada) al recordar cómo incumplió sus promesas unos días después de cruzar la puerta de la Moncloa y, pese a asegurar que iba a reducir impuestos, batió marca con el aumento de sopetón de siete puntos en el IRPF. Como justificación, recurrió a una frase de Winston Churchill muy socorrida para salvar contradicciones: “La mejor dieta para un político es comerse sus propias palabras”. Desengáñense, es imposible disfrutar de una protección como la sueca con la tributación de Somalia. Resulta una frivolidad clamar por eliminar impuestos y hablar de saqueo y frituras varias a la vez que se demanda al Gobierno más recursos, tal si el Estado fuera una cornucopia inagotable de las que brotan millones por arte de magia. Lo que no quiere decir que sobre una reforma fiscal en profundidad para ganar en coherencia. Utilizando un símil de la escritora Irene Vallejo en su fabuloso Infinito en un junco: a veces el entramado fiscal es como una telaraña que atrapa a las moscas y deja escapar a los pájaros de cuenta.

Al contrario de lo que propagan los ultras, la fiscalidad no socava la libertad, muy al contrario, la garantiza porque significa un contrato por el que el bien ajeno es beneficioso para la comunidad

La invasión de Ucrania necesita medidas impositivas inmediatas que auxilien a los sectores más castigados. Se requiere tino y altura de miras del conjunto del arco parlamentario. Porque si en condiciones normales asociar los deberes fiscales al despilfarro envía un mensaje capaz de desestructurar a una sociedad, qué decir bajo la bota de una guerra. Banalizar los impuestos, demonizarlos, usarlos como arma política no es buen camino. Los derechos exigibles cuestan dinero. La democracia va más allá de las elecciones, se traduce igualmente en el compromiso del sostenimiento del bien común. Al contrario de lo que propagan los ultras, la fiscalidad no socava la libertad, muy al contrario, la garantiza porque significa un contrato por el que el bien ajeno es beneficioso para la comunidad. Recordemos una vez más la cita del juez de la Corte Suprema de Estados Unidos Oliver Wendell Holme: “Los impuestos son el precio que pagamos por la civilización; en la selva no existen”.

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