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Ponles nombre

Miembros del Ejército de Tierra vigilan a un grupo de inmigrantes menores tras su entrada en Ceuta. EFE/Reduan

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Todas las mañanas, de camino al periódico, paso por la puerta de un comedor social. Todas las mañanas llego a trabajar pensando en la suerte y en que estar en esa cola para desayunar o coger la comida le puede pasar a cualquiera. Pero una mañana, en esa cola, había una persona que conocía. La conocía por su nombre. Un amigo de un amigo. Me saludó él. Yo con el despiste, sin gafas y las mascarillas confieso que no veo nada. Pero cuando me saludó me dio un vuelco el estómago. Porque todas las mañanas veo mucha gente esperando pero no les ponía nombre. Y a él sí. Ya tenía nombre, una historia que yo conocía, veía caras de su familia. 

He recordado esto mientras leía y veía todo lo que está pasando en Ceuta. Mientras con alegría se instrumentaliza a los niños y niñas como arma política. Pero ellos no importan. ¿Será porque no sabemos cómo se llaman?

Eba, se llama Eba. Es pequeña. Pero ha llegado a la costa con su hermano. Le gustan los dulces muy dulces y jugar al tejo. No sabe nadar pero se ha tirado al agua con su hermano. Es la persona que la cuida. A veces le riñe mucho “por caprichosa”, le dice, pero es que está preocupado. 

Él se llama Adil y su nombre significa justo. Y aunque aún no es mayor de edad sabe que no vive bien donde vive. Quiere algo mejor. Para él y para su hermana. Le gusta el fútbol ¿A quién no le gusta el fútbol?, piensa. Después de dos días en el centro de atención de menores de Ceuta, quiere volver a su pueblo. Ha hecho un amigo en el camino. 

Latyr. A él también le gusta el fútbol, por eso ha hecho migas con Adil. Pero su piel es mucho más oscura. Viene desde Senegal. Está agotado, hastiado; pero si hay un balón, la piel y el cansancio se olvidan. Prefiere no hablar del largo viaje desde su hogar. Si lo hiciera no sabe que sonaría como una película de terror. 

Como la que leyó una vez Sara, porque Sara sabe leer muy bien. Pero en su pueblo no hay tantos libros como a ella le gustaría y ni hablar de comprarlos. Le gusta el rap y el reguetón. Y quiere más libros y más música para su vida. Sería genial estudiar ¿no? Por eso no quiere volver con sus padres, aunque le han pedido que vuelva. 

No son nombres reales. Pero podrían serlo. Algunos de los 830 menores que pisaron Ceuta la semana pasada. Porque no hay nada más deshumanizante que quitar el nombre. Eba, Adil, Latyr o Sara. Menores con defectos sin duda pero con cualidades que poner sobre la mesa como la valentía, la perseverancia, la iniciativa, la resistencia. Han tenido la valentía de tirarse al mar; en muchos casos, de emprender un camino que se antoja eterno. Estos sí que son emprendedores. Y dignos de esa meritocracia que pregona que todo se puede conseguir con esfuerzo olvidando que el punto de partida exige más esfuerzo a unos que a otros.

Pero ya tienen nombre. Y nada es igual después. 

Resulta que este conocido estaba a las puertas del comedor social para pedir ayuda para otra persona, que le va la vida bien y que me pegué un susto sin razón. Reconozco que algunos días cambio de camino o meto la cabeza en mi libro. Pero ahora, cada vez que paso por allí, pongo nombre a las personas que veo esperando. Con la esperanza de no ver más “menas” ni “sin techo” sino personas. Con la esperanza de que no se me olvide que podría ser yo. O tú.

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