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El precio de la nueva crisis

Avenida de San Fernando en el primer lunes del estado de alarma /Foto: Luis Serrano

Isabel Pedrote

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De repente todo da un vuelco y nada vuelve a ser igual. No es un pensamiento muy original, lo sé; la historia y la literatura están plagadas de reflexiones sobre la fragilidad de lo que creemos seguro y de cómo nuestro entorno puede derrumbarse en cuestión de segundos. Hay una relativamente reciente para mí que me gusta en particular, la de la periodista y escritora estadounidense Joan Didion, quien arranca El año del pensamiento mágico (Random House)(Random House), el libro que escribió sobre la inesperada muerte de su marido, con estas frases:  “La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”. Aunque lo que narra Didion es la experiencia de la pérdida súbita de un ser querido, en estos días de encierro y perplejidad la cita resume la sensación de la cotidianidad bruscamente interrumpida, los planes deshechos, el estrago de la enfermedad, sus terribles derivadas económicas y el temor a la oquedad de lo desconocido.

Acompañados del silencio extraño que impera en las calles, hemos asimilado de golpe -y de manera compartida en una paradójica distancia- la lección de la mutabilidad de las cosas, la levedad de los sueños y la blandura que ocultan los diques que suponemos robustos e infranqueables; hemos sabido de la orfandad de los seres humanos y que las certezas no existen. Pero también, con la misma velocidad, hemos comprendido que la búsqueda para restaurar la normalidad ha de ser unitaria, participada y colaborativa, y que no caben ventajismos y cicatería. El otro día vi haciendo zapping un fragmento de El coloso en llamas, una superproducción sobre el incendio de un rascacielos del género de catástrofes de los setenta (terremotos, naufragios, accidentes aéreos) que me fascinó de niña. La escena que pillé fue casualmente la del malo especulador sucumbiendo a sus propias fechorías. La vida no es una película, sin embargo, me reconforta imaginar que quienes hoy exhiben una aguda mezquindad tengan más adelante su condena.

No es sólo la estatura moral de algunos individuos y la miseria de sus prioridades las que han quedado a la intemperie. Además de aquello que resulta prescindible y que ahora descubrimos completamente banal e incluso absurdo ante lo urgente. La adversidad siempre tiene su lado luminoso y esta pandemia que está parando gradualmente el mundo ha dejado ver con claridad el ahínco y la entrega de mucha gente anónima que se pone al servicio del esfuerzo común, que suma energía, empuje, bravura y conocimiento. Gente que se sacrifica para que la estructura no se desmorone, que hace lo que se le pide sin trampear y escaquearse e intenta ayudar, aun con pequeños gestos, para mantener el ánimo y evitar el sentimiento de desamparo de los que están más solos. Gente que te regala una sonrisa o una carcajada contagiosa, como la de la señora que junto a su nieta de pronto cae en la cuenta de que el día 29 es el cambio de hora y vamos a tener una más de confinamiento.

Mientras miles de héroes carentes de celebridad aportan su trabajo, y otros observamos desde nuestras casas con el corazón en un puño esta lucha titánica, es inevitable pensar en el abismo de después. He vuelto a releer El día en que acabó la crisis, el artículo premonitorio que mi muy querida y añorada Concha Caballero publicó en El País en plena Gran Recesión, en el que auguraba el paisaje desolado que el colapso financiero global dejaría tras salir oficialmente de él. Un paisaje en el que las desigualdades se agigantarían, los derechos que tardaron siglos en alcanzarse saltarían en pedazos y la precariedad laboral se quedaría varias décadas, como lamentablemente ocurrió. Lo apremiante es vencer al virus, pero al mismo tiempo hay que procurar que la hecatombe no se lleve por delante lo poco reconstruido y, sobre todo, que el precio más alto de esta nueva crisis esta vez no lo paguen los mismos.

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