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La rareza en la que vivimos

La estación de Metro "Balcones" y otras 442 ideas de madrileños en 7 días

Isabel Pedrote

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Durante el encierro se pierde la noción del tiempo. Cuando reina el desasosiego ante un futuro bosquejado con predicciones económicas angustiosas es difícil llevar la cuenta de lo que haces. Aún más si lo que haces carece de relevancia y se circunscribe a una elemental rutina de supervivencia. Los días se parecen unos a otros como gotas de agua y da lo mismo que sea martes o miércoles porque la trama de la memoria se disuelve en una nebulosa. También se disipa la noción de la realidad: las noticias se confunden con la ficción de las plataformas digitales y ya no distingues si el concepto “nueva normalidad” es el acuñado para describir el horizonte inmediato o el género de terror de moda. Si intentas seguir la actualidad a través de las redes caes en una zanja biliosa de la que urge escapar. Rebatir argumentos tramposos en una charca virtual de fullerías es como intentar volar aleteando con los brazos. Está claro que con el confinamiento se adultera igualmente la noción de la mesura.

Admiro a quienes han visto en esta obligada reclusión la anhelada oportunidad de sumergirse en profundísimos ensayos y devorar novelas eruditas de 600 páginas con argumentos complejos. Para leer a conciencia se necesita cierta serenidad, algo de paz, y yo, lo confieso, estoy inquieta, asustada ante el tamaño monumental del imponderable que se nos ha venido encima. Creo homérico lograr concentrarse si los informativos te asaetean con horribles vaticinios y el mundo se derrumba, a menos que seas Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca y se trate de un trastorno tan intenso como el enamoramiento. Lees unas cuantas páginas y no te enteras, vuelves atrás y en unos minutos estás otra vez trepando por las ramas y enredada en las espesuras del bosque encantado de la pandemia. Mi agitación es incompatible con las recetas de aprovechamiento intelectual que me llueven por doquier.

La primera vez que me quedé en paro después de décadas de frenética actividad, mis amigos me recomendaron que disfrutara del intervalo profesional e iniciara aquellas cosas que nunca había podido por falta de tiempo. Pero yo era incapaz: me podía el desconcierto y la incertidumbre. Quienes han padecido una sacudida laboral (desgraciadamente, y más ahora, una enorme multitud) saben de la hilera de emociones superpuestas, del esfuerzo colosal para instalarse en la provisionalidad, superar la desazón, la ansiedad, y hacer sólo planes a corto plazo. Saben de la sensación de extrañamiento que se apodera de tu vida y la ambivalencia espasmódica del ánimo y el desánimo. En tales circunstancias, el único alivio, el bálsamo, el brebaje mágico es la cotidianidad mecánica: hacer deporte para cansarte, vagar por grandes almacenes, consumir en bucle series que nada tienen que ver contigo o buscar tutoriales y sorprender con platos espectaculares.

La rareza en la que vivimos se asemeja mucho a este estado de aturdimiento, en el que los puntos de referencia se desvanecen. Como apunté al principio, para una gran mayoría se han extraviado en la bruma de la clausura las nociones del tiempo, de la realidad y de la mesura. Todos queremos certezas y soluciones rápidas, pese a que los científicos explican con franqueza que nos las hay, que conocen muy poco de cómo combatir el virus, y que los tratamientos eficaces y la vacuna tardarán. El simplismo político y la glotonería ventajista entorpecen y complican las tímidas salidas que se van abriendo. Ya lo dijo Darwin:  “La ignorancia genera confianza más frecuentemente que el conocimiento”. Si bien, en ocasiones me asalta la duda razonable de que el problema sea un cándido simplismo, en lugar de una maldad pura y dura que se alimenta de la ofuscación, la impotencia y la vulnerabilidad. En la rareza en la que vivimos la cólera y la furia parecen lo más fácil de aprovechar. 

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