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Sophie Germaine, una 'quijota' de la ciencia

Sophie Germaine

Clara Grima

Me piden que escriba, coincidiendo con la celebración del aniversario de la muerte de don Miguel de Cervantes, hace 400 años, sobre otros quijotes menos conocidos que el ingenioso hidalgo que salió de la pluma de tan ilustre complutense. Entiendo que por quijote entendemos personas que luchan por lo que creen, lo que consideran justo, sin importarle lo que piensen los demás y sin rendirse ante ningún obstáculo que se interponga en su camino. Lo digo porque cabría la posibilidad de llamar quijote a aquel que vive en una realidad alternativa sin enterarse de lo que pasa realmente con sus vecinos. De haber sido esta segunda interpretación, habría escogido, posiblemente, al señor presidente en funciones. Pero como quiera que la RAE no recoge esta segunda interpretación, me quedo con la primera, con la de “hombre que, como el héroe cervantino, antepone sus ideales a su provecho o conveniencia y obra de forma desinteresada y comprometida en defensa de causas que considera justas”. Según esto, para ser quijote primero hay que nacer hombre y no, no aparece quijota en su registros.

Pero yo sí quiero hablar de quijotas, de mujeres que lucharon interponiendo sus ideales a su conveniencia, aunque no haya una palabra para nombrarlas en el diccionario de la Academia. A poco que lo piensen, casi cualquier mujer que tengan a su alrededor nos sirve para esta historia, pero, por deformación profesional posiblemente, quiero dedicar esta columna a las quijotas de la Ciencia: a aquellas mujeres que a lo largo de la historia han luchado, en contra de todos, por dedicarse al apasionante mundo de la investigación científica. Aún reduciéndonos a este ámbito, son aún muchas las mujeres candidatas a este título de quijota, muchas más de las que sospechan, pero yo he elegido hoy a una quijota francesa que peleó contra todos los molinos que le ponían en el camino hacia las matemáticas. Molinos que es su caso sí eran gigantes. Hablo de Sophie Germaine.

Sophie nació en París 13 años de la toma de la Bastilla, en el seno de una familia acomodada y siendo la segunda de tres hermanas. Como quiera que el ambiente en la ciudad no era muy propicio para estar dando paseítos por la misma, Sophie se refugió en la biblioteca de su padre y se empapó de todos los libros de matemáticas que tenía. Por supuesto, tuvo que aprender latín y griego para entenderlos. Y lo hizo, por su cuenta. Leyó a los matemáticos más relevantes hasta aquella época: Euler, Bezout y Newton, y le impresionó especialmente Arquímedes y la muerte de este a manos de un soldado romano mientras resolvía un problema con círculos. Tanto que pensó que si la geometría había fascinado tanto al de Siracusa, ella quería saberlo todo de esta rama de las matemáticas.

Quería estudiar matemáticas. Qué deseo tan bello y simple, ¿verdad? Pues no, sus padres se opusieron a ello porque no era propio para una dama. Le quitaban la calefacción y la iluminación de su cuarto para que no pudiera estudiar por las noches. No lo consiguieron. Sophie siguió devorando textos de matemáticas bajo una manta y con una vela, a escondidas, hasta que finalmente sus padres cedieron, más o menos. Pero Sophie no podía, por ser mujer, ingresar en la Escuela Politécnica para cursar estudios en Matemáticas, así que se conformó con estudiar los apuntes de las clases a cambio, era la norma, de enviar sus conclusiones sobre los temas a la Escuela. Fue así como se interesó por los trabajos de Lagrange, uno de los grandes matemáticos de la historia, y empezó a intercambiar (por carta) impresiones con él . Eso sí, con un seudónimo, masculino, claro: Antoine-August Le Blanc.

Tan interesantes encontró sus reflexiones que la citó a una entrevista y, claro, tuvo que desvelar su condición femenina. Cosa que no le importó a Lagrange que se ofreció a ayudarla como mentor, ya que ella, por ser mujer, tenía prohibido el acceso a los seminarios de Matemáticas. Sophie siguió en su empeño, se siguió carteando con los matemáticos más influyentes de la época e incluso intercedió ante un general de Napoleón para poner a salvo la vida del mismísimo Gauss durante la invasión de Braunschweig, su ciudad, por las tropas francesas. Temía que Gauss terminase como lo hizo Arquímedes.

A pesar de sus trabajos en distintas áreas de las Matemáticas, tuvo que sufrir el desprecio y paternalismo de los matemáticos de la época. Pero no le importó, durante casi 4 años luchó sin descanso por un premio de la Academia de las Ciencias hasta que lo consiguió, convirtiéndose así en la primera mujer de la historia en conseguirlo. Eso sí, nunca consiguió ni un título académico ni un puesto en ninguna universidad.

En 1829 le diagnosticaron cáncer de mama pero siguió trabajando hasta 1831, cuando este gigante se quitó el disfraz de molino y finalmente la abatió.

Levanto mi copa en un brindis virtual por todas las mujeres que han luchado por encontrar su hueco en la Ciencia y no lo han conseguido por su condición de mujer. Por todas las mujeres que han luchado y lo han conseguido. Por todas las mujeres que han luchado. Por todas las mujeres. Por las quijotas.

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