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Turismo de desgracias

Visitantes llegan al mirador de Tajuya para fotografiar el volcán. (ALEJANDRO RAMOS)
9 de noviembre de 2021 20:30 h

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En el cielo se escuchó el grito, porque es donde lo puso la oposición cuando la ministra Maroto habló -allá cuando la erupción principiaba- del “espectáculo maravilloso” del volcán de Cumbre Vieja y del “reclamo que podemos aprovechar” en la oferta turística de La Palma. 53 días y cerca de 1.000 hectáreas cubiertas de lava después, con parte de la población de la isla confinada o sin cole porque hasta respirar es un problema, y con los cartógrafos lápiz en mano a la espera de que esto acabe para enmendar el sur de todo mapa, los turistas aprovechan los puentes y festivos para ir a contemplar las efusiones y explosiones, y el Presidente del Gobierno alienta de forma explícita a ir a disfrutar del espectáculo. Sorprende que hablar del provecho turístico al principio, cuando las cosas no eran tan extremas, escandalizara más que ahora, cuando el desastre ha avanzado hasta convertirse en una desgracia de gran magnitud para demasiadas personas que han perdido, estrictamente, su lugar en el mundo. Ya no existen sus calles, sus huertos ni sus casas.

Un turista declara ante la cámara, con tono de ciudadano responsable, que ha decidido viajar hasta la isla para contemplar el volcán en erupción -“esto solo se ve una vez en la vida”, insiste- y, además, como una determinación cívica, consistente en hacer gasto allí donde más se necesita. La siguiente turista a la que entrevistan repite, casi calcadas, las mismas ideas. No me explico cómo ni una ni otro sienten por dentro algo incómodo y quizá indefinible al hacer este tipo de declaraciones. Hay algo inquietante en asistir en calidad de turista al corazón de una tragedia (hay en ello, además, un matiz de mirada: las gafas del turista no son las del historiador, la científica, la periodista, el escritor o el antropólogo. El privilegio del turista reside en su miopía, nadie le va a pedir que vea más allá de sus narices). Más de uno, de haber podido, hubiera pagado por coger primera fila para ver en vivo y a la sombrita las siete plagas de Egipto, el naufragio la balsa de la Medusa, la caída de Roma, el jardazo del Coloso de Rodas o el bombardeo del Museo del Prado. La estampa da para una viñeta del gran Miguel Brieva. Es lo que propongo llamar –permítanme la ironía- Turismo de desgracias. Todo un filón, un inagotable nicho de mercado, y un paso más tras los denominados Turismo de aventura y Turismo de experiencia.

Hay algo inquietante en asistir en calidad de turista al corazón de una tragedia (hay en ello, además, un matiz de mirada: el privilegio del turista reside en su miopía, nadie le va a pedir que vea más allá de sus narices)

Al Turismo de desgracias –continúo la ironía- le auguro un futuro prometedor, en vista del panorama que se nos presenta, visto lo visto en la cumbre del clima (de hecho, a menos futuro del planeta, más futuro para esta nueva forma de turismo). Esto no es nada nuevo, ya hay quien paga por hacer tours por los alrededores radioactivos de Chernobyl o por cruzar la frontera desde México a Estados Unidos, con secuestro incluido, y vivir así la trepidante emoción de no tener derechos. Está por explorar, y ahora tendremos bastantes opciones, el turismo de desastres naturales. Al igual que la espectacularidad del volcán en erupción es un reclamo turístico, la belleza de un incendio forestal en plena noche o del paso de un huracán resultan fenómenos no menos fascinantes que atraerían sin duda a miles turistas. Alessandro Baricco, a propósito de la Ilíada, hablaba de “la belleza de la guerra” “frente a las anémicas emociones de la vida y a la mediocre estatura moral de la cotidianeidad”. Por esta línea, el Turismo de desgracias no debiera descartar viajes organizados –y con todas las garantías de seguridad- al corazón de los conflictos armados. Incluso se les podría organizar a los visitantes una batalla ex profeso, a buena hora, con varios caídos en combate, y después un almuercito. Ni Gila al teléfono supera eso.

Vivimos un tiempo y un país en el que, como primer remedio a cualquier cosa, incluida una erupción volcánica, lo primero –y a veces casi lo último- que se nos ocurre es invocar al turismo. Para salir de la crisis generada por la pandemia, turismo. Para generar puestos de trabajo en Andalucía, turismo. Para que pervivan los pueblos de la España vaciada, también turismo. Apostar por la ciencia y la innovación, o por la cultura y el talento, o por las energías renovables, o por crear industria en origen ligada a nuestra riqueza agrícola y ganadera (en vez de exportar a granel para que otros se lleven las ganancias), o por evitar la fuga de cerebros, ya si eso, en otro siglo. Si es que nos dura para entonces este maltrecho planeta.

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