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El profesor universitario en peligro de extinción

La universidad pública pierde más de 77.000 alumnos desde 2012

Ruth Rubio / Sebastián Martín

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Si nos remontamos a los orígenes de cada profesor universitario es casi seguro que en algún momento demos con la imagen de esa niña o niño, adolescente o joven curioso, rebelde a la vez que disciplinado, y movido por el ansia del saber y, también, por la admiración de dicho saber en la figura de referencia (solía ser siempre “el” maestro). Encontraremos seguramente también a una persona con ansias de libertad, la del pensamiento y, por ende, más proclive al juicio crítico y menos a ser tentada, de entrada, por el aura de otras formas de poder y de servidumbres ajenas al conocimiento, como la del dinero. Los profesores intuimos, cuando nos decantamos por desarrollar nuestra vocación (y luego vamos confirmándolo poco a poco a lo largo de la carrera, que nuestra opción lo es por una forma de vida. Una forma de vida que no nos va a permitir vivir en la opulencia, pero sí en la libertad de explorar las fronteras del conocimiento, contagiando al alumnado el entusiasmo por la aventura del saber, en complicidad con esos otros pocos que en el mundo entero comparten pasión por esa pequeña esfera de la ciencia en la que en algún momento y por algún avatar de la vida decidimos especializarnos. Eternos estudiosos, exploradores del conocimiento y maestros, así nos queremos.

Pues bien, hace años que observamos una deriva de nuestro oficio que, en aras de la meritocracia, en beneficio de la burocracia y bajo el halo del cientifismo de las métricas generadoras de su propio mercado de especialistas, está minando de forma lenta pero cierta la profesión y el alma de quien en su día la escogió. No cabe duda de que la transparencia, la meritocracia y la sana competitividad van de la mano de la excelencia. Tampoco cabe duda de que nuestra Universidad ha adolecido de sus propios males, entre los que figura la mediocridad posibilitada por la endogamia y el nepotismo, grave mal cuando lo que se pretende es que a la creación y transmisión del conocimiento a las nuevas generaciones se puedan dedicar los mejores. Tratándose, a fin de cuentas, del acceso al empleo e incluso a la función pública es el mérito, y no otro, el criterio que debe regir, en este último caso, por mandato constitucional. Ahora bien, se debería dar por sobreentendido que pocos están más capacitados para valorar el mérito científico en el interior de la carrera académica que aquellos que ya han logrado una determinada posición avanzada en el seno de la misma, gracias, justamente, a una acumulación de méritos debidamente valorada. El hecho de que las comisiones de evaluación para la acreditación o el acceso a las diferentes escalas del profesorado universitario la conformen siempre profesores o investigadores senior(es decir, quienes poseen una trayectoria profesional ya acreditada) corrobora esa pretensión.

La aplicación informática decide

Obsérvese el alcance del desatino: por un lado, el actual proceso de baremación ha atribuido a la aplicación informática una capacidad decisoria fundamental en lo que respecta a la ubicación y ponderación de los méritos; por otro, quienes están llamados a decidir acerca de la competencia profesional de quienes pueden ingresar en la carrera académica tienen vetado cualquier tipo de juicio acerca de la calidad de las contribuciones de cada aspirante. El método de evaluación es pura y exclusivamente cuantitativo, de modo que un mismo trabajo publicado bajo diferente título y con escasos retoques en varias sedes vale mucho más que una sola investigación sesuda sobre un asunto particular, traducida en una sola publicación de calidad. No hay, pues, modo de cortar la entrada a la mediocridad con este sistema cuantitativo de valoración, que sólo mide la capacidad al peso, hurtando toda posibilidad de intervención a quienes se entienden preparados para una ponderación cualitativa correspondientemente fundamentada y motivada.

Repárese además en el modo de producción científica y cultural que se está incentivando con este tipo de filtros y controles: la pura acumulación repetitiva y superficial, guiada por el cálculo de dónde conviene más, estratégicamente, colocar las propias publicaciones (esto es, las revistas o sedes que, por predominio económico o por posición oligopólica en el sector, pueden colocarse a la cabeza de los ranking correspondientes y otorgar más puntos), en lugar de por el ánimo de innovar, de ensayar nuevas perspectivas, de trascender los lugares comunes y, con ello, de hacer avanzar el saber al que cada cual se dedica.

Desconfianza radical

Nos encontramos, pues, instalados en una transición que, con respecto a la evaluación de los méritos para el acceso a la carrera académica, va desde la capacidad decisoria irrestricta de los expertos a la capacidad decisoria irrestricta de las máquinas de acuerdo con métricas solo supuestamente objetivas. Por la desconfianza radical frente a la falibilidad o la corrupción del juicio de los evaluadores abrazamos una confianza desmedida en la capacidad de valoración de los soportes informáticos. Esto nos enfrenta a otra dimensión del problema, vinculada igualmente con la devaluación progresiva de la profesión académica no solo en la nuestra sino en el gran conjunto de las universidades españolas: su degeneración creciente en una ocupación burocrática. Porque lo más curioso de todo es que, a pesar de la mecanización del sistema, se sigue contando con el tiempo del profesorado para realizar labores que, llegados a este punto, bien podría realizar un personal administrativo debidamente formado.

Las evaluaciones son necesarias, qué duda cabe. Pero cuando el tiempo que invertimos en procesos para evaluar a otros colegas y ser evaluados nosotros mismos (comisiones de evaluación, sexenios, acreditaciones y un largo etcétera), así como en la gestión y justificación de gastos de proyectos de investigación, nos absorbe de tal manera que nos quedamos sin tiempo para preparar bien nuestra docencia y avanzar debidamente nuestra investigación, y se nos quitan hasta las ganas de solicitar nuevos proyectos y ni siquiera nos planteamos ir a por los de mayor envergadura, es que algo va profundamente mal. Es que el remedio empieza a ser peor que la enfermedad, entre otras cosas porque el sistema puede acabar desincentivando a los más capaces intelectualmente y premiando a los que al final se revelen como los mejores burócratas o gestores. Ese día habrá muerto la figura del profesor universitario, al menos tal y como la entendíamos los que hace ya unas décadas la escogimos.

Burocratización

Porque en eso, en burócratas, es en lo que nos estamos convirtiendo y en eso está consistiendo la doma del espíritu del cuerpo de profesores universitarios a quienes poco a poco se nos está minando el alma mientras avanzamos, asfixiados, hacia el siguiente paso y mísera recompensa, ya sea el cambio de escalafón en la carrera o la satisfacción de las métricas para que valoren nuestros méritos. Únase a esto la idea de la ciencia a coste cero. Es decir, que no sólo se nos exige y se nos involucra en procesos de control, verificación y certificación infinitos (en un sistema que, por cierto, descansa en la presunción de la mentira del solicitante, ya sea externo ya del propio cuerpo universitario, salvo que se demuestre, certificado mediante, la verdad), sino que no se distingue entre lo que es una labor meramente administrativa que, por digna que sea, no requiere un juicio académico, y lo que no lo es, sino que opta por descargar cada vez más todo y de forma indiferenciada sobre el profesor.

En estos días, se han reunido un total de 168 comisiones de las distintas áreas de conocimiento de las facultades de la Universidad de Sevilla, contando cada una con 5 profesores, para una labor de meros fedatarios públicos que ha consumido una media de 10 jornadas de trabajo de cada profesor (variable en función del número de solicitudes). Es decir, que estamos hablando de 840 profesores involucrados y de unas 8.400 jornadas de trabajo del profesorado según cálculos conservadores. Lo razonable es que hubiera habido un trámite de subsanación de errores que no parece haberse respetado (en detrimento de los solicitantes) a cargo del personal administrativo de la Universidad. Y que a los profesores nos hubieran llegado los expedientes completos y debidamente contrastados (por todo lo que hace a los requisitos y méritos aportados) de forma que pudiéramos emitir nuestro juicio académico sobre los aspectos que lo merecían. En vez de esto, nos hemos visto todos involucrados en la labor de ir comprobando méritos en función de certificados, uno a uno, corrigiendo errores de los propios solicitantes y buscando las formas y triquiñuelas de avanzar en una plataforma que no lo permitía en principio ante determinadas carencias o erratas de los propios solicitantes o, peor aún, del propio sistema, pues nos consta que muchos solicitantes no lograron introducir los méritos que efectivamente tenían.

¿Alguien de verdad se ha detenido a calcular el coste de este proceso que probablemente acabe en una serie de recursos infinitos cuya resolución requerirá ulteriores recursos? ¿Alguien se ha parado a contrastar el ahorro en personal administrativo frente al coste de personal académico dedicado a estas cuestiones? ¿Alguien se ha tomado la molestia de pensar en la frustración que le genera al profesorado que tiene que apartarse de sus funciones verdaderamente académicas para realizar unas que son principalmente de gestión cuando al mismo tiempo se le priva de la posibilidad de desempeñar la parte realmente académica? ¿Y en la sensación de indignidad que produce que nuestra propia Universidad se tome tan poco en serio nuestro trabajo, nuestra vocación y nuestra honestidad? Y sobre todo, ¿cómo puede ser que, aún encolerizados, no seamos capaces del alzar el grito al cielo y decir: ¡basta ya!? ¿Es que acaso lo han conseguido ya: la extinción de la especie del profesor universitario?

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