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Vergüenza de España
Hay que ser muy español para avergonzarte de tu país. Es una de las señales inequívocas de nuestra idiosincrasia. Lo que no me extraña si se tiene en cuenta, según el Apocalipsis de San Núñez Feijoo, que España se rompe desde las capitulaciones de Santa Fe, cuando ni siquiera a este territorio se le llamaba así.
De resultas de todo ello, en nada extraña que haya quien se avergüence de manera cautelar con una amnistía que aún no se ha producido; porque a mí me avergüenza que la del 77 beneficiara tanto a los torturadores como a los torturados, como si fuera –que lo parece—una ley de punto final. Para una parte de España es una afrenta que se olvide que aquellos días del soberanismo catalán de 2017 fueron delito y, otra parte, entre la que me cuento, considera en cambio que no debió ser delito nunca sacar a la calle unas cuantas urnas de la señorita Pepis.
Hay quien se escandaliza porque las negociaciones de la investidura conlleven una quita de la deuda catalana y a mí me escandalizaría que la investidura del PP con Vox nos supusiese una quita de libertades y derechos sociales. La amnistía fiscal de Cristóbal Montoro no suscitó tanto encono como la que ahora se presume: también amnistiamos sin decir ni pío a bancos y a cajas de ahorros que se quedaron con el canut de su rescate con dinero público, en las horas turbias de la crisis de 2008, que aquí fue la de 2011.
Unos cantan el “Romance de valentía” a los miembros del Consejo General del Poder Judicial que llevan de okupas en sus puestos desde hace una legislatura y que van a ir a darse una vuelta por el curro para poner a parir de un burro esa ley que todavía no ha sido ni vista ni promulgada; a otros, nos salen sarpullidos por verles agarrados a su poltrona como monigotes de Forges.
En nombre del consenso se cometieron arbitrariedades. Pero cómo echamos de menos, mal que me pese, aquel espíritu de entendimiento por encima de las diferencias que marcó nuestra transición que, en rigor, fue una transacción, sin ánimo peyorativo
En nombre del consenso, se cometieron numerosas arbitrariedades. Pero cómo echamos de menos, mal que me pese, aquel espíritu de entendimiento por encima de las diferencias, aquel ni frío ni calor, o sea cero grados, que marcó nuestra transición que, en rigor, fue una transacción, sin ánimo necesariamente peyorativo.
Los héroes de unos siempre fueron villanos para otros: quienes ensalzaban al corrupto de Francisco Pizarro y a sus hermanos, olvidaban en el desván a Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Los partidarios de los sangrientos aztecas discuten en los bares de la conversación pública con los hinchas del sanguinario Hernán Cortés. Aquí siempre fuimos de Los Diablos o de Fómula V, de Rocío Jurado o de Isabel Pantoja, de Julio Iglesias o de Joan Manuel Serrat, de Extremoduro o de Mecano. En los karaokes de la historia, entre unos y otros, hemos terminado desafinando y ahora no tiene por qué ser distinto.
La vergüenza es una pulsión emocional y, en ella, cabe por ejemplo avergonzarse de los españoles que, en los 60, llegaban a Hamburgo en modo Paco Martínez Soria, con boina y maleta de cartón. Ahora, muchos les vemos, cargados de coraje y de dignidad, y lo que nos da vergüenza es que tuvieran que irse de aquella España de cerrado y sacristía, donde iban a tardar mucho en cambiar las alpargatas por los Seat 600.
Hasta que conocimos a los italianos, nos producía rubor lo alto que hablábamos los españoles en el extranjero y a muchos no les producía vergüenza que durante una larga dictadura hubiéramos sido personajes entresacados de las páginas de “Tiempo de silencio”, de Luis Martín Santos. Tuvo que venir León Felipe a explicarnos que no es que hablara alto el español, sino que el resto hablaban desde el fondo de un pozo. Ahora ya no hablamos alto, sino en exabruptos. Las viejas dos Españas están ahí y parecen enfrentarnos a un derbi de máxima rivalidad. En el Congreso, no sólo hacen falta intérpretes de catalán o valenciano, vascuence, gallego, castúo o bable, sino que sería urgente contratar a un traductor de onomatopeyas.
Alguna vez me gustaría que nos preguntemos, no qué es lo que puede hacer España por nosotros, sino qué es lo que podemos hacer por esa madre y madrastra de Blas de Otero, unívoca y diversa, imperial y decadente, que supo cambiar los aguiluchos por palomas
Yo no estoy fuera de la melé. Me sentí orgulloso del Gobierno que acogió a los inmigrantes del Aquarius y me sentí avergonzado por el mismo Gobierno que permitió la matanza de la valla de Melilla. Eran mis compatriotas los sanitarios que arriesgaron sus vidas en primera línea de la pandemia y los que se enriquecían con la compraventa al por mayor de mascarillas. Me cuentan que uno de los cocineros del 15-M terminó militando en Vox. España y yo somos así, señora.
Sin embargo, a mí no me avergüenzan los que sienten vergüenza por un motivo o por otro. No obstante, alguna vez me gustaría que se preguntasen, que nos preguntemos, no qué es lo que puede hacer España por nosotros, sino qué es lo que podemos hacer por esa madre y madrastra de Blas de Otero, unívoca y diversa, imperial y decadente, que supo cambiar los aguiluchos por palomas, en una eucaristía sin amén ni hostias, aunque a veces tuviéramos que comulgar con ruedas de molino.
Me avergüenzan los sinvergüenzas, los que usan el nombre de España en vano, los que se apropian de la bandera como si ellos mismos fueran estancos, los jarrones chinos y sus cuentos de la misma nacionalidad; los curas que meten mano a un monaguillo y los obispos que se meten a inmobiliarias, los telepredicadores que creen tener la razón todo el tiempo, la confederación de empresarios de Curro Jiménez, los sindicalistas de sí mismos; los especuladores que desprecian a los sin techo, los espabilados de toma el dinero y corre, los que se aprendieron de memoria La Cizaña de Asterix y olvidaron, con Esperanza Aguirre, la sextina de su tío, Jaime Gil de Biedma, que siempre supo que de todas las historias de la historia, la más triste, sin duda, es la de España porque termina mal.
Esperemos que ocurra lo que ocurra, en las semanas, en los meses, en los años o en los siglos venideros, nos sintamos profundamente orgullosos de una España que sea capaz de convivir con ella misma, con sus tirios y troyanos, majas y mamelucos, moros y cristianos, gitanos y guardias civiles, con los que oran y con los que bostezan.
Una España que sea capaz de amnistiarse a sí misma del cambio climático, del empleo en tenguerengue, de las colas del hambre y del sinvivir de las viviendas. Ojalá que ese sea el mejor acuerdo. Para varias legislaturas. Lo único que debiera darnos vergüenza sería no intentarlo. No tanto en nombre de España, sino de los españoles, hablen la lengua que hablen.
Entre el “a por ellos” y el botilfer, entre los vendepatrias y los patrioteros, habría que pedirle al árbitro un tiempo muerto. No sólo hay trenes de cercanías. También nos acercan las palabras y alguien debiera transferirnos el milagro de usarlas mansamente, sin la cotidiana soberanía de los gritos.
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