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Para borrar siempre hay tiempo

Activistas ecologistas se pegan al marco de 'La maja desnuda' y 'La maja vestida' de Francisco de Goya, en el Museo Nacional del Prado en Madrid, a 5 de noviembre de 2022, Madrid.

Mariano Gistaín

9 de noviembre de 2022 23:48 h

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Es un error limpiar las manchas de sopa o pintura que activistas por el clima arrojan a los cuadros famosos en museos de prestigio. Primero porque, tal como enseñan Duchamp y luego el Ecce Homo reinterpretado por Cecilia en Borja, el arte es eso que llamamos arte y nos hace pensar y movernos. 

Segundo, porque las acciones sobre cuadros famosos o su entorno llevan un mensaje desesperado de juventud y futuro, y ese mensaje es mejor atenderlo y meterlo a la batidora que eliminarlo sin más.

Y tercero, porque si se respetan los nuevos testimonios y se mantienen junto o sobre las obras injuriadas, se incorporan al canon en caliente, se solemnizan, se catalogan y  quedan desactivados. Así que hay ventajas para todos: se reavivan o resucitan los museos, se abren varios debates y hay nuevas obras de arte y manchurrones de sopa. ¡Qué contento estaría Warhol! Y lo hacen gratis. Habría que fijar unas condiciones legales (¡abogados!) para que luego los autores no exijan cobrar más de la cuenta. Este subgénero climático se revalorizará más que los NFT. 

Entronizar el machurrón como arte, solemnizarlo en el acto junto al arte ya consagrado en el museo y mantener el mensaje que contiene es un atractivo irresistible. Notoriedad, público, visitas, actividad (activismo). 

La pintada de 1,5º entre los dos cuadros de Goya del Museo del Prado no tendrían que haberla borrado, y menos de oficio: esa pintada entre las Majas es un homenaje al propio Goya y a sus/nuestras Majas, es un reconocimiento al propio museo (no lo han hecho en el Bernabéu), y al mismo tiempo es un mensaje –¡un contenido!–, al que cada vez más personas son sensibles: los grados del calentamiento que nos devora si no hacemos nada… y que, en efecto, no hacemos lo suficiente. 

En la era del disimulo corporativo y el agitprop de los mayores contaminantes (que patrocinan los propios eventos climáticos en lugares que no se redimen con anuncios, como Egipto), cada cumbre supone un trasiego de jets y un disparate kafkiano, dilaciones y monsergas.

Además de mantener los garabatos y los warholazos de sopa vertidos sobre los cuadros habría que dejar a los activistas pegados durante unos días (con ciertas comodidades y bien alimentados), para que el mensaje llegara al público mundial con más claridad. Si al poco rato han desaparecido los efectos de la performance y se repiten a menudo, como parece lógico que suceda, las acciones solo habrán servido para beneficio de las compañías de seguridad y para saturar al público.

Para mantener pegadas a las personas activistas habría que avisar con antelación poniendo un letrero que dijera: “Si alguien se adhiere en este museo permanecerá X días en el sitio bajo su responsabilidad”. Además, habría que instalar una cabina para que la persona autopegada pudiera disponer de sus momentos de intimidad, así como ser auxiliada por familiares o personas de su confianza para comer, asearse y otras actividades rutinarias. Ah, fundamental avisar antes que la acción de autopegado acarreará la imposibilidad de usar el móvil (y ver si es constitucional esta pena máxima que por su crueldad podría obligar a clausurar o cancelar el museo, lo cual podría venir bien para ahorrar luz y hacer reformas). 

El éxito de polémica y asistencia sería enorme si además de poder ver la obra de arte original y las vandalizaciones vertidas sobre ella o su entorno, se pudiera saludar e interactuar con las personas que han tenido el valor de acometer semejante acción jugándose la libertad y las multas (hay un delito contra el Patrimonio) por el bien del planeta. 

En un mundo que predica la sostenibilidad y el aprovechamiento de cualquier objeto o acción, los museos tienen la oportunidad de reciclar el mundo entero y respaldar la causa del planeta que los acoge. 

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