...Y hago fiestas a las que todos quieren venir: los 25 años de la Lata de Bombillas
Los integrantes del grupo que vinimos a ver están a nuestro lado así que no habrá entrada teatral, la cuarta pared se rompe antes del show. El telonero es su teclista, Javier Carrasco (aka Betacam): delgado con pelo largo y bigote, irónico y magnético en el escenario. A mi derecha, Iñaki, Amaia, todo Kokoshca cantan las canciones de su compañero de gira. Iñaki me cuenta que en 2019 estuvieron en La Plata, en Buenos Aires y hasta en un pueblo de Córdoba del que no recuerdo el nombre. Me dice que los trataron bien, me alegra que tenga un buen recuerdo de Argentina. Hoy tocan en la noche de La Lata de Bombillas de Zaragoza, mañana en el día del Primavera Sound de Barcelona. Me dice que para ellos es lo mismo, no les importan las diferencias de magnitud. Creo que ni siquiera las notan. Minutos después, lo confirmarán con cada segundo de concierto.
A mi izquierda, la barra presenta su despliegue habitual de codos apoyados y brazos extendidos, el neón de “Hang the DJ” de fondo. Y el rostro sereno de Javier Benito: “Me di cuenta que lo mejor era hacer un resumen de estos veinticinco años y que, al mismo tiempo, sirviera como una reivindicación de las salas pequeñas. Y así lo han entendido todos los grupos. Ha sido una putada porque no todo el mundo ha podido asistir a muchos conciertos pero justamente lo que los hacía especiales era que fueran en La Lata”.
Nacho Vegas, Sidonie, León Benavente y muchos grupos y solistas más, hoy Kokoshca, volvieron a tocar para poca gente y a todo trapo, dentro de un espacio íntimo con sudor e intensidad. Y con la voluntad de que el suyo, también, fuera un concierto histórico en el presente de una sala con tanta historia. Y tanto futuro. Antes de seguir explicando detalles de todo este año de festejos, Javier necesita un momento para emocionarse en silencio.
Cuánta hermosura
Detrás de la barra, Javier Benito canta las canciones del grupo, todo el tiempo: estando quieto o poniendo hielos en un vaso con ginebra o asistiendo al sonido o saludando a alguien. Los demás nos movemos tan cómodos dentro de la sala. El 25º aniversario no fue pensado desde la especulación sino desde el goce: pese a la lista de espera, la ganancia es que la fiesta dure un año y en pleno confort. Que todos disfrutemos de la fiesta para que él también pueda estar sonriendo detrás de la barra, cantando las canciones de Kokoshca.
Desde el escenario, Iñaki dice que Zaragoza es la capital de un triángulo que conforman también Pamplona y no me acuerdo de la otra, creo que Logroño. No entiendo muy bien a qué tipo de triángulo se refiere, seguro que no es al de un amor bizarro pero debe andar cerca. Ir a una sala de conciertos también es no entender o no acordarse. O ambas cosas.
El primer concierto que organizó Javier Benito en su vida fue en 1997 con Los Planetas, en un bar que tenía antes de La Lata que se llamaba El Chaman. Al año siguiente, los volvió a traer acompañados por otros míticos: El Niño Gusano. Todavía hay gente que recuerda ese concierto. Y empezó a tomarle el gusto al rubro, tanto que en 1999, junto a su ex pareja María Lozano, fundaron La Lata de Bombillas en la calle María Moliner un 11 de septiembre. Y el 25 de octubre hicieron su primer concierto: La Habitación Roja en acústico, para promocionar un festival que organizaban con el Chaman, que seguía abierto. “A partir de ahí se me fue. Y empecé a comprar equipos y a hacer un montón de cosas”, dice.
La Lata de Bombillas nació en plena eclosión de bares con nombres surrealistas: El Fantasma de los Ojos Azules, La Caja de los Hilos, La Caja de los Ojos. “A mí ahora me va mejor que nunca pero a nivel personal prefería esa época”, dice Javier, que siente algo nostalgia de esos años de Zaragoza, con muchos bares de muchos estilos diferentes. “Puede haber una parte sentimental de la juventud perdida, si quieres, pero no solo eso. Cuando estábamos en María Moliner había muchos bares míticos y todos desaparecieron, no queda ninguno: El Central, El Cairo, La Gruta, El Laberinto. Y si bien estoy orgulloso de ser un superviviente, lo malo es que te quedas solo. Y había noches muy mágicas en las que se llenaba y otras que no iba nadie porque ya no quedaba nada alrededor”. El poder de convocatoria de los conciertos seguía vigente, se llenaban, pero las noches estaban cada vez más vacías. Estaban en una isla y no les quedó otra que mudarse.
Tampoco los jóvenes salían como antes. Empezó a cambiar la noche y su gente, pero las nuevas generaciones seguían y siguen aun yendo a ver bandas. A las suyas propias, claro. Y es extraño: esta noche con Kokoshca parece haberse resuelto esa grieta, tantas generaciones puestas de acuerdo en venir a ver a este grupo de Pamplona que tomó el apellido del que quizás sea el pintor expresionista austríaco por antonomasia.
Dentro de la sala seguimos disfrutando del show. Me habría gustado preguntarle a Amaia hace un momento, antes de empezar, si Rosario Bléfari, la cantante y escritora argentina, fue alguna inspiración. Me suena tan a ella su voz en todo el disco Algo real, no puedo evitarlo. Y también en algunas canciones de sus discos anteriores. Pero no se lo pregunto, no sé por qué. Ir a una sala de concierto también es no decir todo, quedarse eternamente con algunas dudas.
Unos minutos más tarde cantará ‘Mi consentido’, la canción que abre el disco y que muy pocos cantan o bailan. Ella lo nota y lo dice, con una tenue y diplomática dulzura. ¿Habrá notado que yo sí lo canté y lo bailé? ¿Qué Algo real es mi disco favorito de Kokoshca? Una sala de conciertos sirve para tratar de llamar la atención y no conseguirlo, desde luego, porque la tienen quienes la merecen.
La Lata de Bombillas toma su nombre de una canción de El Niño Gusano, ‘El hombre bombilla’, una voluntad explícita de estampar la inevitable huella de la banda de Sergio Algora y Andrés Perruca, que acabaron de sellar con el logo encargado a Oscar Sanmartin, el autor de las portadas de los discos de la banda. También tenía que ver con algo que compartían Javier y su ex pareja: era una de las canciones de la banda sonora de su romance. “Una de las grandes frases de Sergio Algora cuando trabajaba en el Sopa de Letras era que no podía ser que en esas listas de los cien mejores discos de la historia todo fuera anterior a 1980”, dice Javier.
La música siempre ha sido un ancla en su vida. En esos momentos en los que dudaba de todo, la música siempre lo ha sacado adelante, sobre todo determinados conciertos que lo hicieron muy feliz. Por lo tanto, no le resulta un esfuerzo renovarse y escuchar nueva música, lo que va saliendo. Algo que no suele ser común para aquellos melómanos de más de cincuenta años y que le ha permitido, quizás, sobrevivir como sala, como ser humano.
Grito dos, tal vez tres veces: “cuánta hermosura… cuánta hermosura...”. No estoy en medio de un síndrome de Stendhal, pero casi: sólo estoy pidiendo una canción. Igual no insisto demasiado. Es mi primera vez ante Kokoshca y es obvio que no la canten, el disco es de 2016. Una sala de conciertos sirve para que pidas una canción y no la canten, para que te des cuenta de que no te pueden malcriar y de que ya la cantaron tantas veces, antes de que tú existieras.
Espera que yo saque lo que llevo dentro
Cada vez que Javier Benito se emociona su rostro se convierte en un mapa. Sigue detrás de la barra cantando las canciones de Kokoshca, las mismas que yo no puedo parar de escuchar desde hace, no sé, pongamos que dos años. Una concatenación de circunstancias que no recuerdo cómo se dieron, si fueron todas virtuales o hubo alguna presencial, se pusieron de acuerdo para que muchas de sus canciones empezaran a volverse imprescindibles.
Ahora no puedo y no quiero despegar de mi membrana cerebral esa dialéctica de voces y melodías que cada vez que se mezclan me generan tantas emociones contradictorias que no sabría cómo empezar a definirlas. Y que hoy, por primera vez, se han vuelto auráticas. Se me cruzan por la cabeza tantos adjetivos manidos que no hay suavidad, tragedia, dulzura, aspereza, gravedad o agudeza que resulten adecuadas, mucho menos precisas. Tantos matices en esas canciones, tantos riesgos que asumen en cada disco. Hoy presentan el nuevo, un manifiesto contra la mega productividad y la ansiedad, contra la tradición vetusta, a favor de la diversidad, el cambio y la aventura. Dan tantas ganas de apropiarse de su nombre, “La Juventud”, aún a mis 44 años cuando esa palabra no sé muy bien cómo encajarla.
“Hay gente que me dice que soy un músico frustrado. Qué va, si es que ni lo he intentado. No tengo el más mínimo sentido del ritmo”, dice Javier. Cuando iban de festivales con María ella siempre le hacía notar que era el único de todo el público que siempre se movía a destiempo. Y ni hablar de cuando había que tocar palmas. Pero empezó a escuchar música desde muy chico, en el instituto, de manera compulsiva: blues y soul, música negra. Después vinieron los descubrimientos adictivos: Beach Boys, Springteen, Pink Floyd, Smiths. Dice que escuchaba más música en aquel entonces: “Dejé de ponerme música para trabajar porque me distraigo: o trabajo o escucho música, pero las dos cosas no. Y aprendí a valorar el silencio, es algo que me gusta mucho también”.
Para la mudanza de la sala hubo una procesión con la lata de bombillas que tenían en el techo. Una chica se encargó de las manolas y las peinetas, otros se disfrazaron de nazarenos y tuvieron escolta policial. Hasta llovió. Fue una parodia bastante bien conseguida de las procesiones de Semana Santa y, en lugar de una saeta, Sergio Vinadé de Tachenko (otro ex Niño Gusano) cantó “Mediterráneo” de Serrat desde un balcón.
El cambio de La Lata de Bombillas del local de María Moliner al actual en Espoz y Mina marcó un necesario y lógico cambio en el perfil de la sala: “Teníamos un toque más noventero, más Manchester por el lado británico, más tranquilo. Había otro ambiente. Ahora estamos en el centro, el primer año se empezó a petar, era una brutalidad la de gente que venía y tuvimos que cambiar un poco. Claro, en esta renovación de público, a la gente de antes la hemos perdido un poco. Curiosamente son más flexibles los jóvenes que los mayores que dicen: ahora voy y está lleno de críos”. Hay una nueva horneada de grupos en los que estos jóvenes se representan. La Lata de Bombillas trata de acogerlos, además, por dos motivos: no se puede contentar a todo el mundo y Javier es un adicto a la música y ha seguido escuchando cosas nuevas, no se ha quedado atrapado en la nostalgia noventera. Aunque a veces le gusta volver, hay días en que lo echa de menos, pero cuando lo pincha otro: “Si lo pongo yo me da vergüenza, pero luego lo pone alguien y digo: qué sesión más guay, vente otro día a pinchar. Y me dicen: pues ponlo tú, si es lo que he mamado yo aquí”.
Una sala de conciertos también sirve para la catarsis. Se mantiene la costumbre desde los griegos: desde el escenario, los intérpretes de los mitos nos ayudan a purificar nuestras emociones a partir del impulso de una música trágica. Amaia e Iñaki cantan: “En nuestro futuro, no cabrá ninguno, que hipoteque su vida por un puto curro”. Y piden: “A nuestro futuro, tan solo le pido, que te quedes, que te quedes, que te quedes conmigo. El resto me da igual, gasolina y a quemar”. Una sala de conciertos sirve para reconciliarse, tantas veces, con tantas cosas a la vez.
Te elijo a ti de nuevo
El 28 de junio fue el último concierto de los festejos de los 25 años de La Lata de Bombillas con Nacho Vegas. Hubo un contratiempo: se rompió el aire acondicionado y en plena ola de calor era imposible hacerlo en la sala. Así que tuvo que ser en otro local mítico y con mucha relación con La Lata: la Sala López. Pareciera ser parte de la lógica, estas pequeñas trabas que hay que superar todo el tiempo: un año antes, en plena organización del 25º aniversario, Javier estuvo quince días internado por una pancreatitis. Y había tantas cosas por hacer: obras de reformas y pintura, faltaban bandas por confirmar, había que organizar la rueda de prensa. Mientras los médicos se acercaban a su habitación para pedirle que, por favor, descansara un poco, Javier mataba el aburrimiento llamando y enviando correos a todo el mundo.
Ahora está contento y agotado por todo este año de celebraciones. Empieza a palpar, a tener conciencia más o menos plena, de todo lo que ha sembrado durante un cuarto de siglo con La Lata de Bombillas. Y se emociona, todo el tiempo, con la respuesta de tanta gente durante tantos años, con esa relación sentimental inevitable que cualquier melómano establece con una sala de conciertos a la que siempre vuelve. “No aceptaré la vida sin ti”, cantan a dúo Amaia e Iñaki como previa al clímax de “Asia”, que me ha hecho temblar tantísimas veces en mis auriculares y que hoy lo vuelve a hacer por primera vez en vivo.
Una sala de conciertos sirve para apropiártela. Sobre todo cuando las bandas más arriesgadas del panorama musical español que pasan por Zaragoza suelen tocar en La Lata de Bombillas. Javier reniega de lo que él llama “indie sonorama”, ese indie español de fórmulas manidas, bandas que acaban sonando no solo iguales a otras sino a sí mismas, que graban ristras de canciones repetidas en discos repetidos. “Me gusta el rock, el surf, el garaje, todas la música negra. Y eso trato de que se vea reflejado en la programación. De hecho, yo creo que programo de una forma más personal con los grupos extranjeros y con los nacionales y los locales me adapto a la etiqueta más indie”, dice.
Javier tiene 53 años muy bien llevados, cualquier diría que 25 años de sala de conciertos demacran pero no es el caso. Seguramente ha sabido cuidarse a tiempo. Ahora, por ejemplo, trata de evitar la noche, produce el concierto que toque, termina y se va a su casa. Es raro que se quede a la sesiones de DJ’s y, si lo hace, es muy de vez en cuando.
El cierre definitivo de este año de celebraciones será el 11 de septiembre de 2025, cuando acabe la exposición ‘Al final abrazos’, que se inauguró el 9 de julio en el Centro Joaquín Roncal. Son las fotografías que Jaime Oriz tomó a los conciertos de los 57 artistas que tocaron durante esta larga fiesta de cumpleaños, además de los carteles de cada concierto y un catálogo impreso de 150 páginas.
Después, Javier intentará descansar y no lo conseguirá, pensando en un nuevo año de tanta música por descubrir, para una sala que seguirá adaptándose a los nuevos tiempos manteniendo la esencia. Una tarea ardua y difícil, pero que merece tanto la pena intentarla. De mi parte, las voces de Iñaki y de Amaia, las melodías de Kokoshca, me acompañarán durante tanto tiempo, a donde sea que vaya. Porque ver a una banda por primera vez en vivo también sirve para no olvidarte nunca más de ella.
0