El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
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En la hostelería existe una frontera muy delgada entre la dignidad y la mala educación. En los últimos días he presenciado algunos episodios que se enmarcan claramente en la segunda categoría: la de gente maleducada que además suele ser poco profesional. Son esos camareros que hacen que no te ven o aquellos a los que solo les falta escupirte por encima de la barra. Para un artículo que escribo a la semana, no les voy a dar el gusto de dedicárselo.
Sí que quiero referirme, sin embargo, a esos hosteleros que defienden su oficio por encima de la opinión de sus clientes. En esa defensa del oficio hay también una defensa del producto, de lo que quieren hacer con su negocio o de su forma de trabajar.
Es cierto que viven de la gente que decide destinar parte de su dinero a gastarlo allí y no en otro lugar. Pero por eso su actitud es más valiente. Es verdad que el cliente puede decidir no volver e irse al bar de al lado. Pero también lo es que, igual que hay muchos negocios, asimismo hay muchos posibles clientes. Y que hay que educar a esos clientes.
Si esa actitud se estira hasta la soberbia no dará el resultado buscado. Debe mantenerse en los límites del legítimo orgullo y de la pedagogía. Conozco establecimientos en los que saben qué bebidas son adecuadas a la franja horaria en la que te adentras en ellos. Y en los que te lo hacen saber. Conozco cervecerías en las que, antes que echar limonada a la cerveza, se dejarían cortar una mano. Cervecerías en las que, si quieres, te pides una caña y una Fanta y allá tú con tus decisiones. Conozco también restaurantes en los que el plato apto para cada persona, y su elaboración, no son cuestiones sometidas a procesos democráticos.
Hay quien echa pestes de todo eso. A mí esas personas me parecen héroes contemporáneos. Sabios que conocen una verdad vedada al resto. Guías que nos conducen a la tierra prometida de la restauración. Cuidemos a esa gente. Es necesario mucho valor, mucha seguridad, para decir lo que todos sabemos en realidad: el cliente nunca tiene la razón.