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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Justicia por mi muerte

Olga García

Coordinadora del Partido Animalista (PACMA) Zaragoza —

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Ya casi hace dos años que me asesinaron. No recuerdo muy bien cómo fue, era verano y hacía calor. Un ruido estrepitoso me hizo entrar en pánico. Yo ya era un perrito casi adulto, ya tenía 3 años, pero aun así no podía evitar el miedo a los petardos y cohetes.  Algunas personas los encuentran divertidos, pero a mí me producían una ansiedad incontrolable. El pánico me hizo saltar desorientado a la terraza de nuestro vecino. Ese fue mi gran error, el comienzo de mi trágico final.

Lo siguiente que recuerdo, es su cara desencajada. Había mucho odio en su mirada. Sentí terror. Yo apenas le conocía pero él no me soportaba porque decía que soltaba mucho pelo por los pasillos. Yo solo quería volver a mi casa, y que Toñi, mi mama humana, me tranquilizara con su voz suave, pero ese hombre no me iba a dejar escapar, me agarró por las patas traseras con violencia y me lanzó desde su balcón. 

Caí al vacío desde el cuarto piso. No fue una muerte rápida. Me quedé agonizando en la calle, entre los gritos de terror de unos chicos que pasaban por allí y lo vieron todo. Lo que más me dolió no eran mis huesos rotos, ni esa sensación de ahogo por mis pulmones encharcándose con mi propia sangre, lo que me partió en dos fue el llanto del pequeño Alejandro, que vio como mi vida se apagaba tirado en la calle. Yo no podía moverme, solo sangraba por la boca y jadeaba, pero sentía su desesperación, sus gritos de incredulidad y sin poder abrir los ojos, yo casi podía ver las lágrimas corriendo por sus mejillas, mientras susurraba mi nombre, “tuenti, tuenti… no te mueras, por favor… ”  

Alejandro sólo tenía 12 años. Es mi hermanito humano, mi pequeño compañero de juegos, bueno… lo era, lo fue todo el tiempo que vivimos juntos como una familia desde que me adoptaron en la protectora. Lo recuerdo perfectamente, fue el día más feliz de mi vida.

Esa misma noche en la clínica me durmieron, decían que era el único remedio para aliviar mi terrible agonía, y yo, que había sido un perro amado, debería haber cruzado el arco iris con esa paz que sienten los seres vivos que son afortunados, esos pocos que conocen el cariño y el amor verdadero de una familia de buenas personas que les quieren. Sí, así viví yo, en mi corta vida conocí las caricias y los mimos, muchos de ellos, pero eso no permitió que me fuera con paz, como debiera haber sido. Muchas personas de nuestro pueblo, Calatayud, apoyaron y animaron a mi familia, eso les ayudó mucho, y desde el otro lado del arco iris yo les agradezco de corazón su cariño y su compasión. Hay más gente buena que mala en el mundo.

También esperaron una condena ejemplar. Pero eso jamás sucedió.

Mi muerte no tuvo justicia. Se demostró la culpabilidad de mi asesino, pero solo le condenaron a seis meses de cárcel. Eso significaba que nunca entraría en prisión. Ni un solo día. Mi familia no podía entender como un hecho tan atroz, que les había causado tanto dolor tuviera un castigo tan insignificante. La razón era que para la ley, yo no era su familia, era solamente un animal, algo similar a una pertenencia, una cosa. Mi vecino también tenía que indemnizar a Toñi con 1400 euros. 400 euros era el valor de mi vida, y 1.000 euros por los daños morales. Todos estaban muy dolidos y tristes en casa. Sus caras tenían la mirada incrédula, no entendían nada, se sentían desprotegidos.

Yo no necesitaba justicia. No esperaba condenas ni castigos. Los perros solo conocemos el amor, es el lenguaje que nos mueve y nos impulsa, en la vida y en la muerte, pero mi familia se quedó llorando mi ausencia, y ellos sí la necesitaban. Toñi la necesitaba y Alejandro también. La esperaban porque sabían que aunque no me iba a devolver la vida, al menos sentirían que había un castigo y a lo mejor otras personas malas como mi vecino, se lo pensarían dos veces antes de hacer daño a otros seres como yo.

Yo no puedo hablar ni puedo defenderme, no podía hacerlo en vida y ahora tampoco, pero espero que existan personas que lo hagan por mí, porque yo no soy una cosa, soy un ser vivo que siente, ama y sufre. Yo no soy un objeto. Aunque la ley diga que si lo soy, yo no lo creo, y mi familia tampoco lo siente así. Cosas son las pelotas con las que yo jugaba con Alejandro en el parque, o el coche con el que nos íbamos de excursión los domingos por la tarde. Pero yo no soy una pelota o un coche, yo era parte de una familia que me echa de menos, llora mi ausencia desde que me separaron de ellos y sufre porque el culpable jamás pagará por el daño que hizo. Me gustaría que cambiasen las leyes y así mi familia sienta que mi muerte no quedó impune. Aquí al otro lado del arco iris, hay muchos animales como yo, que han sufrido la crueldad de algunos seres humanos. Ellos tampoco piden condenas más firmes, ni sentencias más duras, ese es un lenguaje de humanos que solo los humanos entienden. Solo quieren que el sufrimiento y el dolor pare, y sus muertes invisibles a la ley, dejen de ser inútiles.

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