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¿Hubo alguna vez mar en Zaragoza?

Perena

Paco Sanz

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A veces no hace falta levantar los adoquines para toparse con la playa; basta un lustre de imaginación. La literatura y el cine forman esos estimulantes que a veces reconfortan ante una realidad enfermiza y de paso nos permiten evocar el paso del tiempo. Probablemente el cine sea la técnica cuya propensión a la quimera mejor marida con el retrato testimonial.

La imagen de Zaragoza en el celuloide no ha sido muy bien tratada. Tanto si hablamos del cine de ficción como documental, el foco se ha puesto por lo general en esos monumentos que proyectan una imagen tradicional y devota de la ciudad. Puede decirse que no hemos terminado aún de salir de la misa de doce.

Nace Moncayo Films

En enero de 1962, un grupo de entusiastas y profesionales del cine, surgido del entonces efervescente mundillo de los cineclubs, apostaron por impulsar una productora cinematográfica en la capital aragonesa. Emilio Alfaro, José Antonio Duce, José Luis Pomarón, el malogrado Víctor Monreal, junto con el Registrador de la Propiedad y entonces director de Radio Zaragoza Julián Muro, que es quien aportará el capital, deciden crear Moncayo Films. Hasta 1968, fecha de su disolución, producirán y dirigirán cinco documentales, un cortometraje y cuatro películas, donde participarán nombres importantes como Mario Camus, Carlos Saura o José Antonio de la Loma.

El intento de consolidar una productora propia en Zaragoza se saldó con algunos éxitos y tremendos errores. Los dos más recordados fueron el rechazo del guión de Hacia el silencio, basado en un cuento del italiano Dino Buzzati, que representó a España en el Festival de Cannes en 1964. El otro fue la negativa a llevar a la gran pantalla La ciudad no es para mí, un pelotazo posterior en taquilla, pero que los gestores de Moncayo Films consideraron, con gran criterio, una “baturrada”.

Cine negro en Zaragoza

En agosto de 1965 Alfaro y Duce redactan el guión de su tercera película, un thriller policíaco con ese punto existencialista que caracterizaba al cine negro francés de aquel entonces. Nace así Culpable para un delito, un éxito para la productora y una película mítica para la ciudad, no sólo por rodarse íntegramente en Zaragoza, salvo unas tomas aisladas en una playa de Barcelona, sino por ser íntegramente dirigida y producida por técnicos aragoneses, incluido Antón García Abril en la música de cabecera.

El tema no es original. Martín Baumer, un boxeador retirado (al que da vida el actor Hans Meyer, sustituto del zaragozano Fernando Sancho que no pudo por otros compromisos) se ve envuelto en una trama criminal en la que todos los indicios le apuntan como culpable de asesinato. Comienza así la caza de un inocente en una ciudad hostil y desconocida para el protagonista. Los guionistas buscaban la imagen de una urbe populosa para resaltar la soledad del antihéroe; con un ambiente portuario y canallesco como contexto de la degradación moral en la que se mueve.

¿Daba Zaragoza ese perfil? Sin duda lo dio y para quien visione la película la primera vez, lo sigue dando. El hábil manejo de la cámara, la iluminación y la fotografía muestran la capacidad del cine para descoyuntar una realidad y recomponerla en una estampa distinta, capaz de forrar el paisaje real con ese halo angustioso que la narración requiere. Hasta tal punto desarticularon los hombres de Moncayo Film la ciudad que en la fecha de su estreno, abril de 1967, se organizó un concurso premiado con 10.000 pesetas para quienes lograran reconocer las localizaciones; pero muy pocos participantes acertaron con todos los emplazamientos. Pese a ello, la película también nos deja retales de una Zaragoza ya desaparecida.

El hechizo del cine

Para lograr el efecto de una urbe densamente poblada se recurrieron a varios trucos. El más conocido de todos es el ingenioso uso del paso subterráneo de la Avenida Madrid como bulliciosa boca de metro, en una ciudad que ni tenía metro ni aún hoy se le espera. Constituye esta secuencia una de las más recordadas por los zaragozanos, muchos de los cuales participaron como figurantes. El escritor zaragozano Martínez de Pisón, en su novela Dientes de leche, sitúa a algunos de sus personajes principales como extras en dicha escena. Busquen a una pareja besándose y a un chaval con gabardina junto a ellos. Se sorprenderán cómo una ficción puede engendrar otra, hasta casi convertirla en acontecimiento verídico.

Otro de los escenarios empleados para recalcar la grandiosidad de la urbe de ficción es la magnífica Universidad, ubicada desde el siglo XVI en pleno casco antiguo de Zaragoza. Ningún espectador de la época podía prever que apenas un año después la antigua Universidad del barrio de la Magdalena se demoliese y su mayor joya, la capilla del fundador Pedro Cerbuna, que hacía de biblioteca, fuese pasto de la desidia hasta su demolición total en 1973. Como recuerdo queda una secuencia de Culpable para un delito que transforma el edificio en la comisaría adonde es escoltado Bauer. Apenas unos frágiles metros de celuloide albergan de este modo la memoria de una construcción con más de cuatro siglos y testigo de buen aparte de la historia de la ciudad, desde los Sitios hasta las algaradas de los años treinta. Pero así es Zaragoza, como ese “niño de bronce” que describiera Eduardo Galeano, “sentado, abrazado a sus rodillas” y que contempla el gran vacío donde alguna vez se levantara cierta Torre Nueva.

El embrujo del cine permitió asimismo que Zaragoza fuera una metrópoli con puerto. Pavimentos acharolados por el chupido aliento del mar y el ocasional sonido de lejanas sirenas de buques evocan una atmósfera que se complementa con la aparición de marineros de juerga. Y es que, como todo gran puerto que se precie, tugurios, putiferios y cabarets de baja estofa deben formar parte del paisanaje urbano de una ciudad costera. Y Zaragoza andaba bien servida en aquellos días de antros de tal calaña.

De farra por la Zaragoza canalla

La escena se inicia en el bar del Mercado de Pescados de la Avenida Navarra, inaugurado en 1960 y cuyo proyecto obtendría el premio Ricardo Magdalena un año después. Allí el protagonista conoce a una de esas “busconas” (interpretada por Perla Cristal) que por entonces recorrían los bares y que tan bien describiera García Badell en su novela “De las Armas a Montemolín. La necesidad de sacarle los cuartos al protagonista hace que la prostituta le lleve a los ”bares del puerto“, en realidad los lupanares de la calle Perena y Plaza Ecce Homo. Aquí tiene lugar una de las imágenes más impactantes del film, de trazo expresionista, obra de la fotografía de Víctor Monreal: dos fantasmales marineros echan un pulso a contra luz en la calle Paraíso, junto a la vieja imprenta Blasco, milagrosamente aún en pie. Casi veinte años después, José Antonio Duce volverá al mismo escenario, esta vez como fotógrafo, para rodar el cortometraje Miguel Labordeta: el último nombre, dirigido por otro grande del cine aragonés, Emilio Alfaro, y que participará en 1985 en el Festival Internacional de Vídeo de La Haya.

El periplo callejero termina con otra escena inolvidable, el espectáculo rodado en la sala Oasis, en calle Boggiero 28, local antes llamado Royal y desde los años cuarenta hasta hoy Oasis. Acertado nombre donde refugiarse del secarral que imponía el nacionalcatolicismo. Lejos de fantasmagorías parisinas, de “varietés y ensoñaciones”, como la publicidad promocionaba la sala, las escenas nos muestran la ebullición agreste que se vivía en aquellos ambientes de parranda, jaleo y carnalidad exasperada. Una mustia espita a la represión provinciana.

Y aquí me detengo. Dejo otros emplazamientos del film para que ustedes los descubran: los jardincillos de la iglesia de San Antonio de Padua; el parque de Pignatelli y el paseo Cuellar; la desaparecida estación de Campo Sepulcro; el puente de Hierro, remedo del imaginario puerto; el bar del Pasaje Palafox, hoy cerrado… Aún hay más, así que me quedo sin el premio de 10.000 pesetas.

Pero entonces, ¿hubo o no mar en Zaragoza? Disponemos de playas en Torrero y de una Venecia sumergida en medio de pinares ¿cómo no íbamos a tener mar? Eso sí, una ciudad con mar de apenas una hora y media de duración.

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