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Sobre este blog

Ayuda en Acción es una Organización No Gubernamental de Desarrollo independiente, aconfesional y apartidista  que trabaja en América, África y Asia con programas de desarrollo integral a largo plazo en diferentes ámbitos para mejorar las condiciones de vida de los niños y niñas, así como el de las familias y comunidades a través de proyectos autosostenibles y actividades de sensibilización.

¿Por qué el Comercio Justo es tan caro?

Productores de café de la cooperativa Palu'chen, de Guaquitepec, Chiapas. Foto: Salva Campillo / AeA

Julián Donoso @torodonoso

El sábado 11 de mayo es el Día Mundial del Comercio Justo. En cientos de plazas a lo largo de la geografía nacional veremos los puestos de venta que las ONG y otros colectivos montan para la ocasión. Inevitablemente después de dejarnos más de 5€ por una tableta de chocolate y un paquete de galletas nos haremos la pregunta: “¿por qué es tan caro?”

Muchos pensarán -para evitar quedarse con la sensación de que le han timado- que es una vez al año y por una buena causa. Pero en lugar de caer en la trampa de preguntarnos por qué el Comercio Justo es más caro, no estaría de más preguntarnos por qué el comercio convencional es tan barato.

Haciendo un análisis inmediato, y sin necesidad de indagar mucho, el comercio justo es más caro porque es precisamente eso: justo. La injusticia abarata un precio que no pagamos cuando compramos el producto barato, por ejemplo, no pagamos las condiciones de seguridad mínimas que una fábrica debe de tener, o las horas extras de los trabajadores…. Pero nos equivocamos si creemos que a la larga no lo acabamos pagando. La diferencia entre el PVP que pagamos y el precio que realmente deberíamos estar pagando además se reparte de forma injusta: a mayor vulnerabilidad, mayor el precio a pagar.

Empecemos por los más vulnerables, por los que ni siquiera se pueden manifestar. La tierra, el aire y el agua se devastan y contaminan. Se garantiza una producción barata porque las empresas obvian los gastos medioambientales. La Tierra está a punto de romperse, y con ella todos los seres vivos que viven en el planeta. Flora y fauna pagan un alto precio por nuestro sistema productivo.

Las futuras generaciones, las personas que ni si quiera están aquí para abogar por sus derechos de acceso a un planeta limpio, son los grandes perjudicados. Pagan, pues verán un planeta mermado. Y ellos además sufrirán las peores consecuencias.

Por su puesto que las principales empresas contaminantes no van a abonar un solo euro por sus prácticas y los perjuicios que se ocasionen de estas. Y cuando una empresa se ha visto multada por la justicia, la cantidad a pagar compensa porque suele ser menor que el hipotético costo de la empresa en evitar el impacto ambiental.

Continuemos la escala de vulnerabilidad, y detengámonos en las mujeres y niños de países empobrecidos que, sin voz ni voto, trabajan en condiciones deplorables. Ellos pagan con bajos salarios, prolongadas jornadas laborales, condiciones de trabajo insalubres y peligrosas. Pagan con su vida como hemos podido ver en el más reciente episodio en Bangladesh.

Sigamos con niños y niñas que pagan al ser condenados a vivir en la miseria. Si tomamos, por ejemplo, la educación -condición primordial para salir de la pobreza- vemos que se niega una educación de calidad a niños y niñas pobres. Los niños no pueden ir al colegio porque tienen que trabajar. Y los afortunados que sí van a clase, están tan cansados y su salud tan mermada, que apenas pueden aprender. El día de mañana serán adultos sin educación y sin posibilidades de salir de una condición permanente de miseria.

La producción en canales de Comercio Justo garantiza una serie de derechos, tales como un salario digno, la no explotación laboral infantil, el cuidado al medioambiente, la integración igualitaria de la mujer, la participación política… En el comercio convencional sin embargo hombres y mujeres ven limitado o anulado el acceso a la salud, la vivienda digna, la justicia, la reivindicación de derechos, la participación ciudadana, una democracia genuina, un mercado internacional equitativo, y otros elementos que entendemos deben formar parte de un sistema justo.

Las empresas no solo se desentienden de los enormes perjuicios que ocasionan a 1.300 millones de personas que sufren la pobreza en el mundo, víctimas de sus abusos, sino que además se benefician de una fuente inagotable de mano de obra barata que mantiene los precios bajos. Y así el sistema se retroalimenta.

Si te piensas en el grupo de los menos vulnerables te toca pagar igualmente. Todos sufrimos las consecuencias de un planeta mermado; vemos en nuestro propio patio la radicalización social de los desesperados; de repente también nos tenemos que convertir en mano de obra barata para asegurarnos el puesto de trabajo y tenemos que financiar a través de impuestos que el Estado se encargue de “limpiar” lo que las empresas han “ensuciado”.

El papel del Estado en este sentido se centra en defender los intereses de las empresas por encima del derecho de las personas. Es un aliado en el proceso de invisibilizar la factura que los abusos en la producción deja tras de sí. Del mismo modo, las grandes instituciones supranacionales también juegan a favor de las empresas. Y las que genuinamente quieren un sistema más justo exigen derechos, pero carecen de herramientas para hacer que se cumplan.

La injusticia del comercio convencional desvincula del PVP de sus productos todos estos gastos porque simplemente no los asume. Ya los asumimos todos los demás. Quizás la pregunta a hacerse el próximo sábado, cuando luzcas orgulloso una bolsa con productos de Comercio Justo, sea ¿quién gana y quien pierde en el comercio convencional?

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