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Centrales de carbón y gas rescatadas solo para obtener bitcoins

Un operario manipula en la planta Greenidge (Dresden, Nueva York) uno los 17.300 equipos que producen bitcoins.

Guillermo Prudencio

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En Estados Unidos, los activistas climáticos que luchan para cerrar las centrales que queman combustibles fósiles se están enfrentando a un enemigo inesperado y con un apetito energético ilimitado: las granjas de bitcoin. En busca de electricidad barata, algunas empresas de criptominería están rescatando centrales de carbón y gas en diferentes zonas del país. 

Una de las principales batallas se libra en un lago glacial al norte del estado de Nueva York, a unos 400 kilómetros de Manhattan. Allí, una vieja central de carbón reabrió en 2017, remodelada para quemar gas natural –en concreto, metano–,  y vender la electricidad a la red local. Con la planta casi parada, en marzo de 2020 la empresa decidió pasarse a un negocio que prometía beneficios inmensamente mayores.

“De la noche a la mañana la central eléctrica empezó a funcionar 24 horas, siete días a la semana”, cuenta la logopeda Yvonne Taylor, nacida en la zona y portavoz de Seneca Lake Guardian, una de las asociaciones surgidas contra el proyecto. Esta planta, llamada Greenidge, se convirtió en una granja de bitcoin, con miles de ordenadores súper especializados que ejecutan operaciones matemáticas constantemente para generar nuevas monedas digitales. 

En 2021, sus 17.300 equipos produjeron 1.866 bitcoins por un valor de 88 millones de dólares. Para finales de este año, el plan de la empresa es instalar el doble de equipos de minado, que consumirían 85 megavatios (MW) de electricidad. 

Además de emitir gases de efecto invernadero que agravan la crisis climática (solo en 2020 emitieron 220.000 toneladas de CO2, el equivalente a un millar de vuelos de Madrid a Nueva York), la central bombea 177 millones de litros de agua del lago Seneca cada día para enfriar las turbinas y los ordenadores, y los devuelve “a la temperatura de un jacuzzi”, asegura Taylor. “Sabemos que esto no es bueno para nuestro aire, nuestra agua y los motores de nuestra economía local, que son la agricultura y el turismo. Solo sirve para hacer muy, muy rica a poca gente”. 

La central de Greenidge no es un caso único. En Pensilvania, una empresa llamada Stronghold Digital Mining rescató de la ruina dos centrales de carbón (con una potencia total de 190 MW) para alimentar sus granjas de bitcoins. Según la empresa, en una sola de las plantas se queman cada año 600.000 toneladas de carbón de mala calidad, residuos de la minería del carbón que se acumulan en depósitos descontrolados. Esos depósitos son una herencia envenenada de las minas, en ocasiones han acabado filtrándose hacia ríos e incluso ardiendo sin control. Por eso, aunque el proceso de minado emite miles de toneladas de CO2, Stronghold presenta su negocio como una operación de restauración ambiental. “Mejorando activamente el medio ambiente”, dice su página web.

En Montana, otra central que pasaba por horas bajas se puso a quemar carbón a toda máquina para suministrar energía a otra criptogranja. Tras una serie de artículos críticos en medios como The Guardian o The Wall Street Journal, la empresa anunció el pasado mes de abril que se pasaría a fuentes renovables. 

Pero en ningún sitio la polémica es tan grande como en las orillas del lago Seneca. Espoleados por la alianza local de viticultores, médicos, empresarios o conservacionistas movilizados contra la central, a finales de mayo el Senado de Nueva York aprobó una moratoria de dos años –a falta de ser refrendada por la gobernadora democráta Kathy Hochul– a la instalación de nuevas granjas de criptomonedas alimentadas por combustibles fósiles. Según los legisladores, la actividad pondría en peligro el cumplimiento de la ley climática del estado. 

La moratoria sería la primera en EEUU, y llega al mismo tiempo que el movimiento climático lucha para frenar la expansión y el impacto ambiental de la criptominería, que consume más electricidad que países como Finlandia o Chile, según un índice publicado por la Universidad de Cambridge

El analista Alex de Vries asegura a Ballena Blanca que, aunque el batacazo que están sufriendo las criptomonedas dará un respiro a la atmósfera, su consumo energético y su huella de carbono es todavía enorme. “La energía que alimenta a la red de bitcoin es más sucia que hace un año”, explica De Vries. En febrero publicó un artículo en la revista Joule en el que detallaba que el uso de renovables había caído de un 41,6% a un 25,1% tras la prohibición en China, en primavera, y la retirada de miles de mineros que usaban su energía hidroeléctrica. 

“Sobre todo han migrado a Kazajistán y Estados Unidos. Allí se están relocalizando en estados como Texas, Kentucky o Georgia, que son muy dependientes de los combustibles fósiles”, detalla el analista. “En el fondo no les importa el medio ambiente, solo quieren conseguir electricidad barata y estable”. 

Kentucky, por ejemplo, produce con carbón casi el 90% de su electricidad, y ha aprobado exenciones fiscales para cortejar a los criptomineros. “Estamos intentando digitalizar el carbón”, le dijo el ejecutivo de uno de los gigantes del sector al periodista Avi Asher-Schapiro, de la Fundación Thomson-Reuters. En Texas, la duda es si su precaria red eléctrica (que ya dejó sin luz a millones de hogares en el invierno de 2021) podrá soportar el boom: la más grande que han instalado consumirá 700MW (la central nuclear de Trillo, en Guadalajara, produce 1.066).

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