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Los expertos en Salud Pública José Martínez Olmos, Daniel López-Acuña y Alberto Infante Campos analizan las medidas clave para hacer frente a la pandemia de coronavirus.

Europa y España deben abordar la vacunación y regular la movilidad con más racionalidad

Vista de viales con la vacuna contra la COVID-19 de AstraZeneca.

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Si la primera semana de abril, tras el dictamen de la Agencia Europea del Medicamento (EMA) sobre los muy raros casos de trombosis asociados a la administración de la vacuna de AstraZeneca, se puso de manifiesto la extraordinaria dificultad de la Unión Europea (UE) para desarrollar una estrategia común de vacunación contra la COVID-19, la semana que ahora termina ha repetido la historia con la vacuna Janssen y nos ha traído una serie de noticias que muestran hasta qué punto las vacunas contra la COVID-19 deberían ser un bien público mundial y no estar condicionadas por intereses geopolíticos o comerciales que acaban actuando como barreras para el acceso universal.

En efecto, el miércoles 14, la Agencia Reguladora de Medicamentos (FDA) y el Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos (CDC) aconsejaron la suspensión temporal (durante al menos una semana) de la administración de la vacuna de Janssen tras haberse comunicado seis casos de trombosis en mujeres jóvenes a quienes se les había administrado. Inmediatamente, la propia compañía paralizó cautelarmente las entregas que acababa de iniciar a los países de la UE, entre ellos España. Una decisión que llamó la atención porque con una frecuencia de casos comunicados muy inferior a la de AstraZeneca, la administración estadounidense recomendó la suspensión temporal, algo que la EMA no había hecho.

Ante la inquietud generada en Europa, que confiaba en la vacuna de Janssen, de una sola dosis, para acelerar el ritmo de vacunación, al día siguiente la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, anunció que Pfizer suministraría 50 millones de dosis adicionales a las ya comprometidas para el segundo semestre, así como el inicio de conversaciones para adquirir 1.600 millones de dosis más a lo largo del año. Esa misma noche un diario italiano de amplia difusión “filtró” que la Comisión Europea consideraba no renovar los contratos suscritos con AstraZeneca y Janssen. Al parecer, la Comisión se inclinaría por privilegiar a las vacunas de ARN mensajero frente a las desarrolladas con otras tecnologías.

Por si fuera poco, el jueves 14, el presidente de Pfizer, Albert Bourla, presentado por algunos como el “empresario mundial” del momento, declaró que “disponía de información” según la cual la normalidad llegaría en octubre y que “probablemente” haría falta una tercera dosis de la vacuna, doce meses después del segundo pinchazo. Como era de esperar, inmediatamente las acciones de la compañía se dispararon en bolsa.

Un anuncio como este debiera provenir de la comunidad científica o de las autoridades sanitarias para evitar que se pueda considerar a esta compañía farmacéutica que produce la vacuna juez y parte en este embrollo, y que aparezca convertida en heraldo de la necesidad de una tercera dosis, aun cuando no se cuenta con una evidencia sólida con relación a la duración de la inmunidad generada por la vacuna, el ritmo con el que decaen los anticuerpos producidos y si hay o no necesidad de generar nuevos tipos de vacunas que den respuesta al posible “escape” de las nuevas variantes a su efecto protector.

Para muchos analistas todo lo anterior forma parte de una batalla comercial por la supremacía vacunal, con claros tintes geopolíticos, que se está produciendo en el mundo, tal como lo señala la reciente carta abierta de 170 premios Nobel y exmandatarios mundiales al presidente de Estados Unidos. En ella se destaca la enorme concentración de las vacunas en un puñado de países ricos, que está dejando postergada a gran parte de la población mundial. De hecho, según la OMS, de mantenerse la tendencia actual solo uno/una de cada diez habitantes de los países de renta media y baja habrá sido vacunado/a en 2021. Y acaso muchas personas nunca la recibirán, lo que profundizaría aún más las lacerantes inequidades en salud en el mundo de hoy.

Una situación que debería ser revertida cuanto antes en el interés de todos, apoyando acuerdos inmediatos para la terciarización de la producción y, de ser necesario, aplicando las previsiones del “compulsory licensing” que la propia Organización Mundial del Comercio tiene establecidas para situaciones excepcionales como la actual. Con unas y otras medidas, se podría incrementar la producción de vacunas flexibilizando las patentes y creando mecanismos de producción, distribución y acceso mucho más solidarios y asequibles. Sobre todo, teniendo en cuenta que la investigación y el desarrollo de las vacunas actualmente disponibles han sido abrumadoramente financiados con fondos públicos.

Mientras tanto, y en ausencia de un criterio común europeo, los Estados miembros están yendo cada uno a su aire, desde la decisión extrema e injustificada de Dinamarca de suspender la vacunación con AstraZeneca hasta la variable definición de edades en las que se permite y no se permite aplicarla, cuando la EMA ni ha recomendado suspenderla ni ha establecido límites de edad a su aplicación.

Además, las personas que en España (y otros Estados miembros de la UE) recibieron esta vacuna siguen con la incertidumbre de qué pasará con su segunda dosis. Incertidumbre que podría ser disipada, con base en las recomendaciones de la EMA (tal como ha hecho Italia) con una segunda dosis de la misma vacuna.

Asimismo, y como consecuencia de la escasa disponibilidad de dosis, en la UE falta mucho para lograr adecuadas coberturas de la población de más riesgo. En el caso de España, en toda Europa, los porcentajes de vacunación de las personas con los mayores riesgos de enfermar, de ser hospitalizadas y de morir siguen siendo muy bajos. No todas las comunidades han concluido la vacunación con dos dosis de la población que vive en residencias geriátricas. Aún falta por vacunar con una segunda dosis al 40 por ciento de los mayores de 80 años. Solo un poco más del 3% del grupo de población de entre 70 y 79 años, a quienes se pensaba inyectar la vacuna Janssen, ha recibido la pauta completa de vacunación, y solamente un poco más del 5% del grupo de población de 60 a 69 ha recibido las dos dosis.

Hay que repetirlo: las vacunas salvan muchas vidas, evitan la enfermedad grave y contribuyen a reducir la transmisión del virus. Su enorme efecto protector ya se está comprobando en las residencias de mayores. Por tanto, la estrategia racional en estos momentos debería consistir en administrar todas las dosis que se reciban, sean de la vacuna que sean, precisamente en las edades donde se concentran los mayores riesgos de enfermar y morir: es decir, por encima de los 60 años. En el contexto de la cuarta ola que padecemos, inmunizar cuanto antes a estas personas con cualquiera de las cuatro vacunas aprobadas por la EMA es mucho más importante que seguir discutiendo de manera bizantina sobre cuándo se alcanzará un hipotético 70% de la población vacunada o a qué edades se inyecta una u otra vacuna.

Pero si la racionalidad sanitaria no parece haber imperado en el campo de las vacunas, también parece bastante ausente de otra de las iniciativas de “relumbrón” publicitadas durante la semana. Nos referimos al denominado “certificado verde digital europeo”, una propuesta polémica desde sus inicios, cuyos términos exactos fueron presentados el pasado jueves por la Comisión Europea.

La propuesta de la Comisión, notablemente descafeinada tras la consulta de la semana pasada con los Estados miembros, habrá de ser debatida por el Parlamento Europeo en mayo para que, si es el caso, pueda entrar en vigor en junio. La propuesta de certificado verde consiste en una plataforma digital que contendría información sobre tres cuestiones: la vacunación del titular (qué vacuna, qué fecha, si se ha completado la pauta o no); si la persona ha superado la enfermedad en un plazo reciente; y/o si se ha hecho algún tipo de prueba diagnóstica de infección activa de la enfermedad, una PCR o una prueba de antígenos.

Tanto el comisario de Justicia de la UE como diversos representantes del Gobierno español que, junto con Grecia, ha sido uno de los apoyos más entusiastas del proyecto, han insistido en que no se trata de un “pasaporte”, pues no será obligatorio y no tenerlo (por ejemplo, por no haber sido vacunado) no impedirá viajar. Plantean que sería un “instrumento facilitador” de los trámites. También han insistido en que no podrá ser utilizado para fines distintos a los establecidos (por ejemplo, para impedir el acceso a eventos deportivos o culturales, aunque el comisario de Justicia se ha mostrado favorable a que los Estados miembros puedan introducirlo en estos casos). Y, también, en que cada Estado miembro seguirá siendo competente para establecer los requisitos adicionales que considere adecuados (por ejemplo, las cuarentenas) para permitir la llegada de viajeros.

De hecho, España, como otros países europeos, las considera obligatorias para los viajeros procedentes de países con elevada transmisión de variantes más contagiosas como las brasileñas o la sudafricana, pero no para los procedentes de países europeos y terceros, aunque tengan incidencias más altas que la media española.

Sin embargo, varias objeciones persisten. En primer lugar, está la objeción ética: ¿podrán las autoridades asegurar que el certificado no se va a exigir por determinados empleadores a la hora de contratar? Una objeción determinante para que el Gobierno de Joe Biden haya renunciado a cualquier proyecto de certificado federal de vacunación y delegado esa facultad en los Estados, algunos de los cuales (por ejemplo, Texas y Florida) han aprobado legislación prohibiendo que se exija el certificado de vacunación para evitar crear dos clases de ciudadanos.

En segundo lugar, está la objeción epidemiológica. Recientemente se han publicado estudios según los cuales hasta un 20% de los adultos jóvenes que han pasado la enfermedad pueden reinfectarse con una forma más leve de la enfermedad y, por tanto, con mayor probabilidad de ser asintomáticos y de infectar a otros, razón por la cual, por cierto, se aconseja que las personas que han pasado la enfermedad reciban al menos una dosis de vacuna. En consecuencia, ¿qué sentido tiene incluir si las personas han pasado o no la enfermedad? Lo relevante sigue siendo que estén vacunadas.

En tercer lugar, está la objeción funcional: ¿supone alguna ventaja disponer de un código QR con una información de ese tipo, alguna de la cual (por ejemplo, la referida a PCR y otras pruebas diagnósticas) exigiría ser actualizada con gran frecuencia frente a los costes de transacción generados por su implantación y mantenimiento, cuando la recuperación de los viajes y del turismo va a depender, como ya se está viendo, de los niveles de transmisión del virus y del tipo de variantes implicadas?

Tal como está concebido, el “certificado” es un instrumento poco útil. Son muchas las limitaciones y los inconvenientes. La vacuna protege de la severidad, la hospitalización o la muerte, pero no del riesgo de infección y de la posibilidad de contagiar. Por ende, un pasaporte no puede dar certeza de que la persona que lo porta no va a estar infectada o no va a contagiar. Pensar lo contrario es generar falsas seguridades sanitarias. Además, no sabemos cuál es la duración de la inmunidad que produce la vacuna, así que estaríamos sujetos a la posibilidad de que el pasaporte tuviese una vigencia muy corta.

Un documento así puede atentar contra los derechos individuales y generar discriminación de los no vacunados. La mayor parte de la población del mundo e incluso de Europa todavía no ha sido vacunada con la pauta completa. No todo el mundo ha tenido la misma oportunidad de vacunarse.

La OMS se ha opuesto abiertamente a la idea y ha señalado su potencial discriminatorio asociado a la falsa seguridad que puede generar. Estamos ante la presión y el ansia por encontrar atajos de parte de los sectores turísticos y de viajes para reanudar su actividad, respaldados por muchos gobiernos, sin tener en cuenta las implicaciones sanitarias y de derechos humanos que esto puede tener.

¿De verdad está dispuesto el Gobierno español, como alguno de sus portavoces ha mencionado, a retirar la cuarentena a los viajeros de países a los que ahora obliga por el mero hecho de que presenten un código QR compatible con el futuro código europeo donde, por ejemplo, tan solo figure que el portador se hizo una PCR 48 horas antes, o que ya pasó la enfermedad?

En consecuencia, no es el soporte informático lo que debería discutirse sino las implicaciones éticas, legales y sanitarias de los contenidos. Hacen falta más racionalidad y más consideraciones de salud pública en este tipo de iniciativas. Al respecto, convendría meditar sobre el reciente y millonario fiasco europeo (y español) con las apps de rastreo de contactos para no generar expectativas que pudieran llevarnos a una situación parecida.

No nos engañemos: no hay atajos. La movilidad europea e internacional, así como el turismo y las actividades con él vinculadas, se recuperarán solamente si trabajamos unidos para reducir drásticamente la transmisión del virus y aumentamos de forma sustancial y lo más rápidamente posible el porcentaje de población vacunada, protegiendo primero a la población con mayor riesgo de enfermar y morir.

 Este segundo trimestre será decisivo para ello. Las vacunas y las medidas de salud pública y de protección individual siguen siendo nuestras mejores armas. Como también lo es la solidaridad con los países menos desarrollados para que logren vacunar a la mayoría de su población en el menor tiempo posible. Los resultados del “sálvese quien pueda” (es decir, del “salvémonos primero los ricos”) los hemos visto en los Estados Unidos de Trump y los seguimos viendo, de forma trágica, en el Brasil de Bolsonaro. No existe un interés público mayor.

La canciller alemana, Angela Merkel, declaró ayer en el Parlamento alemán: “El virus no atiende a medias tintas. Solo entiende un idioma: la contundencia”. Y agregó que el coronavirus “no negocia” y “los titubeos no sirven”. Teniendo en cuenta la influencia de Alemania en la Unión Europea, solo cabe lamentar que no lo haya declarado antes. Después de más de un año de pandemia y diversas olas epidémicas que han generado un enorme impacto sanitario, social y económico, son necesarios una mayor racionalidad epidemiológica y más enfoques centrados en la salud pública si queremos ganarle la batalla al virus.

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