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El año que recé para que no me crecieran las tetas
En mi adolescencia rezaba todas las noches para que no me crecieran las tetas. Bueno, se podría decir que más que un rezo era un ruego casi desesperado, con la esperanza de que, si lo pedía con suficiente fe, mi cuerpo obedecería. Quería que se mantuviera quieto, inmóvil y sin florecer.
Fui a un colegio de monjas, así que rezar era parte del desayuno. Yo no era especialmente devota, pero ya que estaba, aproveché. Total, si la virgen podía con las guerras del mundo, ¿qué le costaba pararme el desarrollo de un par de glándulas mamarias?
Y, de alguna manera, se cumplió. Nunca he tenido mucho pecho. Pero lo descubrí pronto: no hacía falta. Bastaba con que existieran para convertirme —para convertirnos— en blanco de comentarios, burlas y miradas. No se trataba del tamaño. Se trataba de que mi cuerpo, de repente, había dejado de ser mío.
Ese miedo adolescente se confirmó muy rápido. Entendí que, crecieran mucho o poco, mis tetas —y todas las partes de mí— iban a ser motivo de escrutinio. Lo que quería evitar con mis rezos no era el cambio físico en sí, sino todo lo que arrastraba: la mirada ajena.
Han pasado los años y, de alguna forma, sigo rezando. No ya para que no crezcan, sino para que cuando muestro mi cuerpo —por muy hegemónico que sea— no se active la maquinaria del odio. Pero lo hace igual.
Hace unas semanas subí un vídeo para celebrar el primer cumpleaños de mi perra, El Brillo de los Ojos. En uno de los clips se me veía tumbada en la playa y ella subida encima jugando. Me pixelé el torso porque una ya sabe cómo funcionan las normas absurdas de las redes sociales. Aun así, sucedió. Bastó esa insinuación para que la tormenta se desatara: más de dos millones de visualizaciones en 48 horas, notificaciones que no pararon de sonar, insultos públicos y, por supuesto, propuestas turbias en privado.
Me sorprendió porque yo misma me había puesto píxeles encima. Era casi cómico, no se veía nada. Y aun así los comentarios llegaban como si hubieran descubierto un tesoro oculto. Primero, la duda identitaria: “¿Es hombre o mujer?”. Después, el reproche moral: “¿No te da vergüenza?”. Y por último, el chiste de mal gusto en forma de GIF. Da igual que no muestres nada: la imaginación de los demás hace el resto. Y sí, hablo en masculino porque el cien por cien de los mensajes eran de hombres. Los de siempre, con una foto de perfil en un coche deportivo que no les pertenece y una frase motivacional meritocrática en la bio.
Y entonces pienso en Torremolinos, en 1930, cuando Gala, acompañada de Dalí, su pareja, se bajó la parte de arriba del traje de baño en plena dictadura de Primo de Rivera. Este acto se considera el primer topless documentado en España. El bikini ni existía todavía. Casi un siglo después, lo increíble es que sigamos en el mismo debate: qué cuerpos pueden mostrarse y cuáles tienen que justificarse.
Porque de eso se trata. Hay cuerpos que sí, y cuerpos que no. Cuerpos que pasan desapercibidos, y cuerpos que se convierten en delito. Hay cuerpos que pueden andar por la playa con el torso descubierto —o incluso quitarse la camiseta para limpiarse el sudor en un partido de pádel— sin que nadie pestañee. Otros, en cambio, tenemos que responder al interrogatorio eterno: ¿por qué lo haces?, ¿qué buscas?, ¿no te da vergüenza? Y si además el cuerpo no encaja en los moldes normativos, si es demasiado gordo, demasiado flaco, demasiado viejo, demasiado distinto, la condena se multiplica.
La polémica me devolvió a aquella Estupenda adolescente con la cara llena de granos que rezaba para que no le crecieran las tetas. Porque lo que temía entonces era esto: el instante en que mi cuerpo dejara de ser mío para convertirse en público. Ella cerraba los ojos fuerte, convencida de que así todo se detendría. Yo, adulta, oculté el vídeo y cerré la pantalla con la misma ingenuidad. Pero cuando volví a abrirla, la violencia seguía ahí, esperándome.
El odio no desaparece porque lo escondas. No depende del ángulo de la foto ni del tamaño de tu pecho. No importa si enseñas mucho o poco, si insinúas o escondes. El odio aparece porque existe un sistema que dicta qué cuerpos merecen respeto y cuáles deben ser castigados.
Lo más agotador es la evidencia: que aunque pixeles, ocultes o muestres lo mínimo, la reacción aparece igual. No hace falta enseñar nada para que salte el escándalo. Y ahí entiendes que el problema nunca fue lo que había en el vídeo, sino lo que los demás proyectan sobre él.
De adolescente pensaba que, si las tetas no me crecían, estaría a salvo. De adulta, a veces me descubro con la misma lógica. Si bajo la voz, si me tapo, si no provoco, tal vez me dejen tranquila.
Y entonces pienso que lo importante no es si mostramos o no mostramos, si gritamos o si callamos. Lo importante es que podamos elegir sin ser castigadas por ello. Mostrar el cuerpo puede ser un grito, pero es que taparlo también puede serlo. La cuestión es que ninguna decisión debería ser señalada.
Gala lo hizo en 1930 en Torremolinos. Nosotras lo seguimos haciendo cada vez que elegimos cómo ocupar el espacio, con ropa o sin ella, a gritos o en silencio.
La provocación no está en un torso descubierto. Está en la libertad.
Y si la libertad te parece provocadora, entonces quizá el problema no sean un par de pezones. El problema es tu mirada.
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