Montañas de leyenda
Muchas, por no decir todas las grandes tradiciones religiosas de la humanidad coinciden en señalar que las montañas son el axis mundi, el eje y el canal que comunica la Tierra con el Cielo y a los hombres con los dioses. Sus cumbres, rodeadas de nubes y cubiertas de nieves perpetuas, tienen vocación de eternidad y en ellas residen los dioses, los genios y toda clase de criaturas fantásticas. Sus faldas y laderas, por el contrario, pertenecen a los dominios del hombre y están habitadas por seres mucho más prosaicos.
La ascensión a las montañas, a determinadas montañas, constituyó, seguramente, uno de los primeros ritos de iniciación de la humanidad. Quienes se aventuraban en ellas ingresaban en un reino desconocido poblado de seres celestiales o, en ocasiones, diabólicos que les colmaban de bendiciones y sabiduría o de delirios y locura. Olimpo, Parnaso, Ida, Athos, Ararat, Kazbek, Sinaí, Moria, Nebo, Garizim, Tabor, Amentet, Qâf, Al-Borj, Kailash, Arunachala, Kawagarbo, Meru, Sri Pada, Mahintala, Bromo, Agung, Rinjani, Kilauea, Fuji, Kôya, Osore, Kunlun, Emei, Wutai, Mutuo, Jiuhua… la lista de montañas sagradas dispersas a lo largo y ancho de nuestro planeta es inagotable. Poco importa que algunas de ellas sean reales y otras sólo existan en la mente de quienes las veneran. Los que las conocen o las imaginan saben que son lugares excepcionales que facilitan tanto el culto, los sacrificios y tratos con los dioses como el recogimiento, la meditación y el encuentro con uno mismo. Como señalaba Paul Brunton en su obra Una ermita en los Himalayas: “Los abruptos senderos del Himalaya son iguales a los abruptos senderos de la vida misma: pero yo me aventuro por el difícil camino (…) Estoy cabalgando, no solamente en los Himalayas, sino que voy hacia los cielos. He olvidado un mundo sólo para encontrar otro”.
Con estos antecedentes, podemos afirmar que buena parte de los prodigios, hierofanías o acontecimientos maravillosos y fuera de lo común tuvieron o tienen lugar en las montañas. Sin embargo, las leyendas que tratan de esclarecer su origen o su mera existencia no son ni abundantes ni conocidas. Para paliar este déficit, hemos decidido seleccionar y reproducir una pequeña muestra de las mismas.
El primer relato transcurre en la Península Ibérica y fue difundido por un poeta latino del siglo I d.C. llamado Silio Itálico. Según la versión de este autor, en el transcurso del décimo de sus trabajos y antes de completarlo, Hércules tuvo ocasión de alojarse en la casa de un jefe tribal llamado Bébrix. Durante su estancia, el héroe se encaprichó de Pirene, una de las hijas de su anfitrión, y tras dejarla encinta, continuó su camino. La joven, al cabo de unos meses, dio a luz una serpiente y horrorizada, o avergonzada por lo que acababa de suceder, huyó al bosque y, sin que nadie pudiera evitarlo, fue devorada por las bestias que allí se refugiaban. Hércules no tardó en enterarse de lo ocurrido. Cuando lo hizo, regresó para recuperar y enterrar su cadáver y, de paso, levantar un gigantesco y colosal túmulo funerario que más tarde fue bautizado con el nombre de “Pirineos” en recuerdo de la desdichada sepultada bajo el mismo.
La siguiente historia transcurre mucho más al norte, en tierras teutónicas y escandinavas. Algunos mitos germanos, aseguran que la superficie de la Tierra comenzó siendo llana y blanda como la arcilla. Por desgracia, la llegada de una raza de gigantes de dimensiones extraordinarias la deformó completamente hasta hacerla irreconocible. Y es que los valles, crestas, depresiones, mesetas y montañas que observamos a nuestro alrededor proceden de las pisadas o huellas que dejaron por doquier y que, con el tiempo, acabaron por endurecerse. Una variante de esta misma leyenda afirma que los gigantes sentían aversión por el sol porque su luz tenía la capacidad de transformarles en piedra. Por eso se ocultaban. Quienes no lo hacían o no reaccionaban con suficiente rapidez, acababan convirtiéndose en meros accidentes geológicos. Así se explica, al menos, el origen legendario de las Montañas de los Gigantes (Riesengebirge), el sector de los Sudetes que separa la República Checa de Polonia, o el de las denominadas Siete Montañas (Siebengebirge) al sureste de Bonn.
Cambiemos de continente. Los khowa o bugun que viven en el estado indio de Arunachal, al pie de las estribaciones orientales del Himalaya, cuentan que el gigante Zongma tuvo dos vástagos: Nili y Nipu. Nili creó la Tierra y su hermano el Cielo. Al finalizar el trabajo, Nipu trató de cubrir la Tierra con el Cielo sin reparar en que la superficie de la primera era mayor que la del segundo. Cuando por fin comprendió lo que había sucedido, pidió a su compañero que redujera las dimensiones de la obra que le había tocado en suerte. De modo que Nili, ni corto ni perezoso, tomó la Tierra en sus manos y la arrugó hasta dejarla del mismo tamaño que el Cielo. De ese modo surgieron las cordilleras y valles de la cadena montañosa más alta del mundo.
La última leyenda, particularmente ingeniosa, procede del Cáucaso y ha sido extraída de un libro homónimo cuyo autor es Nicholas Griffin. Dice así: en un principio, Dios quiso que el mundo fuera tan llano y uniforme como las estepas y llanuras en las que sólo crece hierba. Como el resultado le gustó entre poco y nada, decidió introducir algunos cambios. Para realizarlos, llenó un costal de montañas, lo cargó al hombro y salió a la planicie de ese mundo sin estrenar. De tanto en tanto, cuando su vista se cansaba o cuando el aburrimiento se apoderaba de Él, extraía una o varias montañas del saco y las depositaba aquí o allá con el fin de acabar con la monotonía y uniformidad del paisaje. Como que no quiere la cosa, la Tierra fue cubriéndose de picos y cumbres de todos los tamaños. Mientras, el Diablo, que hasta ese momento había permanecido al margen, limitándose a observar las idas y venidas de su rival, aguardaba su oportunidad. Cuando ésta llegó, se colocó tras Él y abrió un agujero en el fondo del saco con el propósito de boicotear el proyecto. Las montañas que esperaban su turno fueron liberadas de su encierro y cayeron desordenadamente formando un reguero de cientos de kilómetros de longitud entre el Caspio y el Mar Negro que, con el tiempo, acabaría siendo bautizado con el nombre de Cordillera del Cáucaso. Y colorín, colorado este cuento se ha acabado.
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