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Poesía, ética y Gaza
“Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, escribía el filósofo alemán Theodor Adorno, allá por los años 1950. Porque, posiblemente, nada de lo que se diga (ética), ni tan siquiera dependiendo de cómo se diga (estética), puede ser capaz de representar el horror de un Holocausto que, más allá de la barbarie que implica aniquilar a 12 millones de personas, hizo de la crueldad, el sufrimiento innecesario, su bandera moral.
Crueldad, la cualidad de lo cruel, procede del latín crudus, crudo, que sangra, y del adjetivo de misma raíz, crudelis, que se recrea en la sangre. Como ocurriera en ese espectáculo sádico que era el Circo Romano, la sangre derramada servía para apaciguar el espíritu de los muertos. Y lo mismo debieron pensar los esotéricos Nazis: había que derramar mucha sangre para apaciguar a sus muertos, quienes quiera que fueran esos Arios a quienes con tanto afán buscaban y protegían, en una especie de aquelarre teutón, un delirio colectivo.
La poesía supone un acto creador: del griego poiesis, la cualidad de la acción de hacer, convertir pensamiento a materia. En una perversión criminal del término, el holocausto Nazi convirtió materia en pensamiento, donde lo judío dejaba de ser materia (humana) para convertirse en pensamiento (mortal). Un pensamiento sobre la fealdad y maldad humana que, en su delirio, requería de un acto purificador. En eso consistía la gasificación, la conversión de lo judío en simple humo, volátil y etéreo, desaparición de lo próximo, el prójimo, por cuanto solo era fuente de contaminación. Judíos, homosexuales, comunistas, tarados, discapacitados... todos ellos distintos, causa de contaminación y peligro para la idea de lo Ario, las nuevas brujas del aquelarre teutón.
Pero la poesía supone, esencialmente, la belleza de la creación armónica, acompasada; implica la transformación del pensamiento en palabra con sentido y ritmo; la poesía representa la antítesis de la muerte (cruel) en tanto que aniquilación, para celebrar la creación en tanto que nacimiento. La poesía metaforiza, en el mundo de Adorno, así como en el del superviviente Primo Levi, la celebración de la vida que la presencia del Holocausto hace imposible. Porque el Holocausto se recrea en la sangre, ajena, la del prójimo, esa que pretende apaciguar unos fantasmas que solo existen en la narrativa delirante de una población desposeída de la Razón como hilo conductor de la vida en común: la Raza / Patria vienen a sustituirla como razón de ser.
Esto no contradice el argumento de Zygmunt Bauman sobre el Holocausto como epítome de la racionalidad moderna, en tanto que proceso de organización efectiva y eficiente de una industria de la muerte.
“En un mundo podrido y sin ética, a las personas sensibles solo nos queda la estética”, decía el personaje Makinavaja, del dibujante Ivá. Pero quizá el drama que vivimos tiene que ver con la imposibilidad de diferenciar y separar la ética de la estética, por cuanto ambas se necesitan, se pertenecen. Puesto que “el arte del saber vivir” que es la ética (Savater), requiere de lo bueno (ética) y de lo bello (estética), inevitablemente, salvo que naturalicemos contradicciones como la de El Verdugo bueno (Luis G. Berlanga).
¿Se puede torturar, ajusticiar, para después volver al hogar y ejercer de padre y marido ejemplar? El relato de Hannah Arendt sobre otro verdugo bueno, Adolf Eichmann, posible artífice de la Solución Final, también infiere la imposibilidad de separar belleza y bondad: la banalidad del mal resulta una idea coherente, pero no podría concebirse la idea de un mal trascendental, porque el mal no es ni puede ser creador / creativo, ni bondadoso o justo.
Gaza supone la re-presentación (traer al presente) del mismo delirio teutón, cimentado sobre la misma banalidad del mal, idéntica crueldad innecesaria, cruda recreación en la sangre sacrificial para expiar no se sabe bien qué demonios o voces ancestrales (Cruise O’Brien). Ni belleza ni bondad son posibles en Gaza, después de Gaza; ni ética ni estética sobrevivirán al exterminio gazatí: en ese escenario, cual re-creación del gueto de Varsovia, sólo queda destrucción y desolación, sufrimiento y exterminio, con una única escapatoria: hacia arriba, en forma de humo, como en Auschwitz.
Tras Gaza, sin ética ni estética, solo queda lugar para la barbarie: o sea, crueldad cuya característica principal es la ausencia de política, esto es, organización del bien común. Ideal de todo tirano es la despolitización de la vida en común, la falsedad de que no es necesaria la idea, sino únicamente la acción natural desprovista de ideología. Como decía Franco a un colaborador, “tú haz como yo: no te metas en política”. Lo cual era, paradójicamente, cierto, pues él no se ocupaba del bien común sino de representar, o poner en escena, un destartalado delirio cervantino, a la par que una avaricia desmedida por el lucro personal.
En Gaza, Trump y Netanyahu aspiran a construir un resort turístico, lo que parece la imagen perfecta de la banalidad del mal: malo y feo, cruel y sangriento. Para ello, se ajusticia a 2 millones de gazatíes, se trafica con sus vidas/muertes: “Traficamos con inmundicias y podredumbre. ¡Nuestra entera vida social, tan floreciente, se funda en una gran mentira!”, escribía el dramaturgo Henrik Ibsen, allá por 1880, en su obra Un enemigo del pueblo.
¿Qué vida nos queda sin belleza ni bondad, sin ética ni estética? ¿Qué historia no hemos aprendido del Holocausto Nazi para que sus principales víctimas se conviertan en los nuevos victimarios? ¿Qué lección no hemos interiorizado para que nosotros, observadores, normalicemos el exterminio? ¿Qué vida en común (polis) es posible cuando no hay prójimo, esto es, una vida sin vecinos (Z. Bauman) característica del gueto? ¿Qué sociedad, pobre e inmunda, nos espera después de la Gran Mentira? Un resort, esto es, clientes-consumidores, sin vínculos y sin ideología, sin arraigo ni compromiso, sin derechos ni deberes, sin tiempo ni lugar, sin bondad ni belleza... un gueto con ánimo de lucro. Es la vida después de Gaza: pero a nivel global. Porque eso que hacemos es lo que somos y seremos: una maldad insolente, donde la bondad y la belleza son las enemigas del nuevo pueblo. Un pueblo llamado Barbarie.
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